En la página 17 del bellísimo libro negro que el Gobierno de Canarias ha dedicado recientemente a Juan Carlos Batista (Tegueste, 1960), puede leerse: “Un día, un buen amigo de Batista le dijo: “Juan Carlos, llevas volviendo de Nueva York cinco años”. Él había llegado a la ciudad de todas las ciudades en 1990, con 30 añitos; y nunca se quiso ir. Supongo que finalmente regresó porque ya no le quedaba un duro de la beca de la Vice-Consejería de Cultura y de la ayudita del Ayuntamiento de su pueblo. Pero en aquellos nueve meses de estancia supo lo que era el arte de verdad, el arte con mayúsculas. Vivía y trabajaba en Queens, en una casita con jardín, lo que le permitía respirar; y su arte de guerra –porque existe un arte de guerra, un arte de trincheras— se inició con la Guerra del Golfo, que fue la primera transmitida en directo por la CNN, allá por 1990. Juan Carlos Batista a veces construye y a veces deconstruye. Y cuando deconstruye lo hace a través de arte basto africano, quizá de una jirafa comprada a un negro mantero o de la foto de un bosque de una revista que él convierte en trinchera y en milicianos. Tiene perfiles de pintor, de fotógrafo, de collagero –no existe el palabro, disculpen— y de escultor. ¿Que con cuál de ellos me quedo? Con todos; con todos, porque el tipo es imaginativo a rabiar. Desde el mismo día de la entrevista –Juan Carlos había sufrido dos veces la COVID, creo—, yo tuve el mío, dentro de mi inveterada costumbre de imitar lo malo. No se lo pude contagiar a él, que ya era veterano, pero sí al otro invitado. Felizmente no ocurrió nada. El invitado salió ileso del lance.
-Construyes supuestos soldados de madera con patas de fusil. ¿De dónde sacas el fusil?
“Pues de esos juegos que disparan balas de pintura, por ejemplo”.
-Me dijeron que algunos valoraban tan poco tu arte que intentaron boicotear tu beca para viajar a USA.
“Te dijeron bien. Pero se impuso el criterio de Juan-Manuel García Ramos, que era el que mandaba”.
-¿Y qué significó aquella estancia en tu vida?
“Mi mayor influencia, sobre todo gracias al arte conceptual americano, de gran atracción para mí.
-Acaban de editar tu libro negro, que es una especie de reconocimiento a los artistas consagrados. Contento, supongo.
“¡Claro!, porque a través de ese libro, que en mi caso ha escrito Fernando Gómez de la Cuesta, se hace un estudio crítico de mi obra, que es mostrada casi desde sus orígenes, y se cuentan todas sus transformaciones”.
-¿Existe un arte de guerra?
“Sí, porque también existe una deriva errática de la condición humana. Pueden aparecer pintores de la guerra, claro. Mi trabajo orbita cerca de esa condición humana, que se empeña hasta en negar que el cambio climático es una realidad”.
-¿Vamos hacia el caos?
“Claro, a la extinción. Esto no lo para nadie”.
-Algunos opinan que eres muy original, pero no existe unanimidad en la crítica.
“Bueno, yo soy un mago de Tegueste, que no llega a la magada”.
-En serio, ¿tu arte, llámalo conceptual, de transformación, de alteración de elementos encontrados, existió siempre?
“En mí, por supuesto; siempre he dibujado compulsivamente. El dibujo es la esencia del arte; de la pintura y de la escultura. Sin el dibujo no hay nada. Y a mí me encanta dibujar, dibujar y alterar la realidad”.
-¿Y por qué pintura de guerra? Bueno, ahora viene bien. Mira lo de Ucrania.
“Es triste, pero ahí lo tienes. A mí la Guerra del Golfo, ya en 1991, me transformó. Estaba en Nueva York y empecé a dibujar una serie de imágenes que se referían al conflicto. Sobre todo lo hacía sobre revistas, casi todas de arte, dentro de aquella reivindicación quizá inconsciente de gran parte del universo sobre lo que se estaba viviendo en aquellos momentos”.
-¿Qué trajiste de Nueva York?
“70 kilos más de equipaje del que había llevado”.
-¿Y eso?
“Porque trabajé mucho. Incluso me traje el Libro de Almerinda, que era el nombre de la octogenaria casera de mi estudio neoyorquino. Fue la estrella de la exposición que monté en Tegueste, a mi regreso”.
-Leo en el libro negro que te fuiste escultor y volviste fotógrafo.
“Eso lo dijeron las malas lenguas, pero es verdad que traje muchas fotos de Nueva York, que se organizó una exposición con ellas, debidamente transformadas, y que aprendí a amar la fotografía, algo que sentía de antes, pero no tanto”.
(Ahora cierro el libro negro y empiezo a tomar notas. Pero se me secó el viejo bolígrafo que me proporcionan en Los Limoneros. Y entonces parte de esas notas tuve que tirarlas a la basura. Pensé en reiniciar la entrevista, me sobrevino la COVID y entonces no pensé en otra cosa que en vencer la enfermedad y volver a la rutina. Y también me dediqué a valorar la salud, vaya tesoro. Empecé a estrujar las repetidas notas para que la conversación me cundiera para los seis folios y, la verdad, encontré cosas muy interesantes, que refuerzan mi admiración por el artista, sobre todo al leer el libro que le ha dedicado la Biblioteca de Artistas de Canarias, que ya está bien de llamarlo libro negro).
-¿Haces arte bélico o es sólo para mostrarte anti belicista?
“Retrato la guerra, pero desde luego siempre estoy contra ese espíritu belicista que tienen algunos. Pero te diré que el arte y la poesía siempre cuentan los muertos de la tragedia”.
-¿La vida es bella?
“Sí, lo es. Y por eso yo a veces de la foto de una explosión en un lugar del mundo con muchos muertos saco un prado, o una selva, saco belleza. O al revés”.
-En la página 130 de tu libro veo un árbol con piernas y botas de soldado y una tercera pata de un AK-47. Y me parece realmente impresionante esa escultura.
“Bueno, José Hierro dijo que la poesía también era tragedia”.
-Juan-Manuel García Ramos alabó tus cachimbas talladas.
“Sí, y habló de los personajes que salen inadvertidos, en medio de una humareda literaria. De las pipas, como excrecencias del brezo, a las que yo hago hablar, según Juan-Manuel”.
-Hay autores de guerra muy cotizados.
“Hombre, claro. Otto Dix (1891-1969) fue el gran pintor de la guerra. Su trilogía se perdió, pero tiene otras obras. Él estuvo en las trincheras en la primera guerra mundial, en la guerra del Somme. Era suboficial de ametralladoras y en un solo día mataron a su alrededor a 19.000 personas. Había ametralladoras que te mataban a cuatro kilómetros de distancia”.
-Ese transformismo tuyo, eso de coger un cuadro romántico y convertirlo en una escena de guerra, ¿se llama imaginación?
“Puede. Romántico puede ser un paisaje y realista una guerra civil. Yo transformo las cosas, pero no me atrevo jamás a transformar una obra de arte. Son paisajes comunes, o figuras sin valor artístico, a los que les doy nueva vida”.
-Tus esculturas de árboles son impactantes, bellísimas.
“Gracias. Todo eso es técnica. Y sí, yo tengo habilidad para darle forma a un bloque de madera”.
-Hay una especie de legado sentimental en ese libro.
“Bien, es mi obra. Se lo he dedicado a mi hermano Francis, que murió cuando no le tocaba, y a su hija Marina, que fue su apoyo, su aliento vital”.
-¿En qué estás ahora?
“En muchas cosas. Por ejemplo, en un árbol de peluche de dos metros y medio para un edificio en La Gomera de la arquitecta María Nieves Febles”.
-¿Definirías tu escultura en dos palabras?
“O en cuatro o cinco: escultura conceptual de elementos encontrados”.
-¿Siempre el mismo estilo?
“No, qué va, cambio mucho. Yo soy un artista de series, como lo es Dokoupil. Y no soy fiel a un estilo, aunque supongo que algo queda del otro. Me gusta la cohesión, pero cambio de estilo. Y sé que puede parecer contradictorio”.
-¿Y te gusta que te digan: mira, ahí va el pintor de la guerra?
“De la guerra y de la condición humana. Nos lo estamos cargando todo y es preciso poner fin a la destrucción de las cosas, que al fin y al cabo es la destrucción del hombre”.
-¿Hasta dónde llega eso que tú llamas apropiacionismo?
“Compro arte africano, por ejemplo, me apropio de él, pero arte de escaso valor, esculturas de manteros, y me quedo con su alma. La transformo. No me atrevo jamás, como creo que te he dicho anteriormente, a cargarme una obra buena, todo lo contrario. Esas las respeto. Solo transformo lo que vale poco, o no vale nada”.
-¿Es bueno ser autodidacta?
“Yo lo soy”.
-¿Conoces a genios de la fotografía en las islas?
“Mira, Leopoldo Cebrián, padre, fue el artista con más “oído” fotográfico que ha existido en Canarias. A la altura de Cristina García-Rodero”.
-Hombre, está Baeza, está Benítez, hay muchos, Juan Carlos.
“Sí, pero nadie comparable, en mi opinión, a Leopoldo Cebrián”.
-Que no hizo nada de guerras.
“No, y te diré que la guerra, en mi caso, endurece los contenidos de mis obras, sobre todo de la gráfica, pero también de la escultura”.
-Lo de Nueva York fue para ti como una liberación. ¿O me equivoco?
“Yo no quería volver. También estuve un año en Buenos Aires. Y en Uruguay conocí la obra de Páez Vilaró. Todavía recuerdo cuando frecuentaba el Ateneo, en el 85. Allí conocí a García Ramos. Él me apoyó mucho desde aquella época. Y cuando tuvo la oportunidad me dio a escoger un destino para mi puesta a punto como artista. Le dije: “Quiero ir a Nueva York”. Y me concedió una beca con la que tiré nueve meses en aquella ciudad a la que adoro”.
-¿Te gustaría ir a Ucrania en este momento?
“No, no me gustaría. Demasiada brutalidad”.
-Tus esculturas y tus fotografías de guerra son algo así como un homenaje a la paz. ¿Me equivoco?
“Pueden serlo. A mí la guerra me horroriza, pero ya sabes que el arte en sí es también tragedia, igual que dijo Hierro de la poesía”.
(Se me acabaron las notas, incluso los trazos torpes que pude sacar de un bolígrafo que no escribió. Pero seguimos hablando de un montón de cosas tras la charla formal y yo confié mucho en extracciones de su libro, el número 67 de la Biblioteca de Artistas de Canarias, para dejar la entrevista redonda. Ya les conté que entre la charla y la publicación, hoy, me sobrevino la COVID. Y eso imprime carácter, no crean. La pandemia, aunque te afecte con el calificativo de “leve”, como es mi caso, deja marcas. Por ejemplo, no sé si la enfermedad o el paracetamol, tomado en esas cantidades, pusieron fin a mi adicción a la coca-cola zero. Pero de una forma radical. Y hay días en que parece que floto en un bosque de madera de los de Juan Carlos Batista. Claro, después del coronavirus puede que yo sea otro y de eso puede opinar Juan Carlos, que lo pasó dos veces).
-Me resuena mucho en los oídos una frase tuya, que tomé al pie de la letra, en ‘Los Limoneros’.
“¿Cuál?”.
-El arte y la poesía cuentan los muertos de la tragedia.