tribuna

Los diminutivos y el “dulce hablar de los canarios”

Por Marcial Morera.| El hecho de que en Canarias los sufijos diminutivos suelan emplearse más en el sentido de ‘valoración subjetiva’ que en el sentido de ‘empequeñecimiento objetivo’ (una botellita de vino, por ejemplo, se entiende aquí siempre en sentido expresivo, por muy grande que sea la botella) y en Castilla más en el sentido de ‘empequeñecimiento objetivo’ que en el sentido de ‘valoración subjetiva’ (por eso causa estupor allí el diminutivo isleño), ha llevado a ciertos aficionados a la lingüística, e incluso a algún que otro profesional del ramo, a pensar que para canarios y castellanos estos singulares signos de la lengua española presentan significaciones radicalmente diferentes en uno y otro lugar; o sea, que canarios y castellanos viven en galaxias semánticas opuestas. Algunos incluso han querido ver en esta diferencia una prueba irrefutable de que el habla canaria tiene poco que ver con la lengua española. Hay que decir, sin embargo, que nos encontramos ante frívolas impresiones, que carecen del más mínimo fundamento científico. La significación o valor que presentan los diminutivos españoles en las hablas insulares (en particular, -ito e -illo, que son los generales en ellas) es exactamente la misma que presentan en el resto de las modalidades o dialectos del idioma (castellano incluido), que no es otra que ‘perfección’ de la sustancia, de la cualidad o de la circunstancia, según complementen bases nominales (casita, gofito…), bases adjetivas (malito, calentito) o bases adverbiales (ahorita, cerquita), respectivamente; una significación que, según las circunstancia de uso, puede entenderse como ‘empequeñecimiento objetivo’ (cucharilla), ‘atenuación de la cualidad’ (Está calentito), ‘superlativización de la cualidad’ (El café está dulcito), ‘encarecimiento de la cosa designada’ (Se comió una manzanita), ‘respeto cariñoso’ (Mariquita, Periquito), ‘devaluación de la cosa designada’ (mediquillo), ‘captatio benevolentiae’ (Una limosnita, por favor), ‘eufemismo’ (Se le ve el culillo), ‘ironía’ (¿Qué le parece esta facturilla de 3000 euros?), ‘intensificación de la circunstancia designada por la base’ (Ahorita mismo lo atiendo)…, que no pasan de ser accidentales orientaciones de sentido de la mencionada significación esencial de ‘perfección’. En realidad, la diferencia entre el habla castellana y las hablas insulares radica justamente en que, en Castilla, la significación invariante de ‘perfección’ se emplea por lo general para hablar de las condiciones materiales de las cosas, en tanto que en Canarias y otras zonas de la geografía del idioma, se emplea de forma preponderante en sentido ‘subjetivo’, ora para expresar aprecio o desprecio por la cosa designada, ora para influir de una u otra manera sobre el comportamiento o el ánimo del oyente. “Aquí se llaman todas las cosas así -escribe la persona que mejor conoció los complejos repliegues del alma isleña, que fue el escritor grancanario Alonso Quesada-. Un comerciante paga una letra y cuando la va a pagar dice: ‘Deme usted esa letrilla’. Un enfermo de divieso se dirige a la botica y exclama: ‘¿Tiene V. ahí una unturilla para este diviesillo que me está saliendo?’. Un tenorio se despide de nosotros para ver a su amiguilla; un padre compra para su hijo pequeño un juguetillo… Al referirnos a un amigo canceroso solemos exclamar: ‘Está jeringadillo.’ ¡Oh, el dulce, plácido y donoso diminutivo!…” Esta particularidad gramatical que comentamos es una de las razones fundamentales de eso que algunos foráneos han dado en llamar el “dulce hablar de los canarios”. ‘Disminución objetiva’ y ‘valoración subjetiva’ no son, por tanto, significaciones autónomas, sino variaciones de la misma significación de base; variaciones determinadas por la particular actitud de los hablantes ante las cosas designadas y ante el interlocutor. Los castellanos suelen emplear la significación invariante o esencial de ‘perfección’ en el sentido accidental de ‘empequeñecimiento objetivo’ (función representativa, dice la pedantería lingüística), sobre todo. Los canarios y otros pueblos hispanos, como los americanos, en los sentidos accidentales de ‘valoración subjetiva’ (función expresiva) y de ‘apelación al oyente’ (función conativa), sobre todo. No nos encontramos, por tanto, ante un problema estrictamente lingüístico. El problema es de sociolingüística, y hasta de actitud de la gente ante el mundo que la rodea. Por lo menos en lo relativo al uso de los diminutivos, los castellanos parecen observar la realidad circundante con absoluta ecuanimidad, sin implicarse emocionalmente en ella, y a sus interlocutores, como destinatarios neutros de sus palabras, sin más; es decir, como sus pares; a veces, incluso, como inferiores. Las cosas y los interlocutores no se encuentran aquí mediatizados por el afecto o los temores del que habla. Se trata de una expresión impasible. Dolido por los injustos anatemas que en la década de los cuarenta del pasado siglo se había atrevido a lanzar en el mismo Buenos Aires un purista Américo Castro contra el español que se platicaba en la ciudad, llegó a escribir el gran Jorge Luis Borges estas palabras tan duras contra los hablantes peninsulares: “No he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. (Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda)”. Es probable que a esta impresión de fatua autosuficiencia que provocaba el hablante de la vieja metrópoli en la sensibilidad del escritor argentino, cuyo dialecto porteño se encontraba en las antípodas del castizo peninsular, haya contribuido en buena medida la neutralidad afectiva que comentamos. Por el contrario, los canarios y otros pueblos hispanohablantes extrapeninsulares, como los americanos, suelen mirar las cosas que los circundan con compasión, cariño o miedo, y a los interlocutores con más o menos consideración, temor o respeto, por las gracias o desgracias que de ellos puedan emanar. Las cosas designadas y los interlocutores se encuentran aquí mediatizados por el afecto o los temores que habitan los insondables abismos del hablante. Se trata de un hablar empático hacia las personas, los animales y las cosas del mundo, podríamos decir. De ahí la alta frecuencia de uso con que opera en ella esa potente maquinaria de expresar emociones que son los diminutivos. Difícil es saber cuánto de esta sustancial diferencia de actitud ante el mundo circundante y sus protagonistas (actitud objetiva o más o menos fría / actitud subjetiva o más o menos caliente) pueda deberse a la otrora condición metropolitana de Castilla y la actitud que ella implicaba y a la otrora condición colonial (en el amplio sentido de la palabra) de Canarias y América y la actitud que asimismo esta suponía, aunque no es aventurado imaginar que algo hayan podido marcar estas circunstancias históricas pretéritas la forma de expresarse de unos y otros. Como es de sobra sabido, nada humano hay que sea ajeno a las lenguas de los hombres. Pero, sea como fuere, lo que sí es indiscutible es que el hablante canario no se distingue del hablante castellano en el código lingüístico, sino “en el ambiente distinto de su voz, en la valoración irónica o cariñosa que da a determinadas palabras, en su temperatura no igual”, por decirlo con palabras del citado Borges.

*Catedrático de Lengua española. Académico de la Academia Canaria de la Lengua

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