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El Pelé que conocí en Tenerife cuando le quedaba media vida

En abril de 1981, el primer jugador planetario de la historia del fútbol viajó a la Isla para una campaña publicitaria y dejó la estela de su sencillez y bonhomía
Carmelo Rivero y Pelé en Tenerife. DA
Carmelo Rivero y Pelé en Tenerife. DA

Pelé, el jugador que inauguró el Olimpo de los futbolistas planetarios, a través de la televisión, murió ayer, a los 82 años, víctima de un cáncer de colon, en el hospital Albert Einstein de Sao Paulo, desde el que no se despidió de la vida sin antes ver por la pequeña pantalla el Mundial de Catar.

En abril de 1981, cuando lo conocí en Tenerife, Pelé tenía 41 años, le quedaba media vida por delante. Este jueves, en el último suspiro de 2022, pasó la última página de la historia del fútbol en el siglo XX. Antes de dejar de responder al tratamiento de quimioterapia por un tumor en el colon y tener que ser hospitalizado, vivía aislado en su fortín brasileño de Guarujá, cohibido por la pandemia y las secuelas de movilidad tras las operaciones de cadera que había sufrido.

Por las piernas de Edson Arantes do Nascimento, O Rei -pensé entonces- ya no corrían balones de fútbol, sino ríos de dinero. Ganaba una fortuna como supremo exjugador haciendo campañas publicitarias. Años después promocionó la Viagra de los laboratorios Pfizer.

Pelé había sido un balón de oxígeno que puso al planeta entero delante del televisor en sus mágicos mundiales de niño prodigio. Cuando celebró su 80 cumpleaños el fútbol se tuvo que jugar en estadios vacíos por la plaga de COVID.

Pelé, tan reacio al plebiscito del mejor futbolista de todos los tiempos cuando se le medía con Maradona, asistió en vida desde el hospital, al Mundial de Messi, y se ha ido como un rey dejando la corona con condescendencia.

A Pelé lo traté en el 81. Pasé un día entero pisándole los talones. Una jornada entrañable pegado al futbolista inmortal. Pelé era mínimamente más bajo que yo, como se aprecia en la foto que nos hicimos -él de impecable oscuro y corbata roja, yo con barba y chamarra-. Se mostraba afable y sonriente, íbamos de aquí para allá, según su agenda de negocios promocionando aparatos de sonido y entregando trofeos de fútbol-sala. Tenía un aire desenfadado que no era artificioso, dejaba que lo asediaran. Entrábamos en un pabellón deportivo y lo hacía como Pedro por su casa. Amaba la ovación.

Era una leyenda viviente, hasta entonces el non plus ultra de la historia del balompié. Un tótem. Hace 40 años, Pelé no tenía quien le hiciera sombra, ni cabía esperar un extraterrestre como Maradona (“barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?”, narró en el Estadio Azteca Víctor Hugo Morales), ni en el horizonte se tenían sospechas de las musas de Messi que estaban por llegar.
Yo le iba preguntando sobre todo lo que se me ocurría, de la vida, del amor, del sexo juglar de los futbolistas, pues estaba al corriente de sus debilidades. Pelé acababa de conocer a Xuxa, y alguna confidencia me hizo haciéndome jurar que le guardaría el secreto. Era firme partidario de tolerar las relaciones íntimas en las concentraciones, por sentido productivo: el jugador rendía más en el campo, sostenía aportando pruebas. A mí me había ganado Cruyff por entonces. Pero Pelé le quitó méritos: “No triunfó en el Cosmos”, donde él lo era todo. “Cuando llegué al Cosmos -me contó henchido de orgullo- sólo había 7.000 aficionados. Hoy van a ver a su equipo 40.000 espectadores”. Y luego me consoló elogiando al holandés por su trayectoria en Europa.

No, no le pregunté por Maradona porque estaba verde y Menotti no lo había llevado al Mundial del 78. Era un pibe como Pedri y, salvo a Pelé, era como una herejía llevar a un niño a una selección. Pelé, O Rei, se sentía inexpugnable en su trono. Venía de Nueva York, donde impartía clases veraniegas de fútbol infantil. Había viajado tanto por el mundo que era un huésped desmemoriado.

“No sabría decirte si estuve aquí alguna vez. Ya no sé distinguir los lugares por los que he pasado”. Estaba ahíto de gloria, pero, a su vez, falto del césped y la bola del mundo para sentirse de nuevo feliz. Era como si a la celebridad se le agotaran las pilas y necesitara recargarlas. Por eso, creo, me contó las cosas que hacía, todas insignificantes comparadas con su carrera futbolística. A los 40 años competía con su propia fama. Ni a los 80, recluido en su castillo, evitaba deprimirse sin poder caminar.

Los recuerdos no le bastaban, sentía añoranza de volver a vivirlos, convencido de que no habría otro Pelé, como no hubo otro Chaplin, otro Sinatra, otro Beethoven ni otro Miguel Ángel, según repetía sin pudor.“El fútbol no lo es todo en mi vida. Viajo, escribo, hago películas, invierto en negocios y compongo canciones”, me dijo como si eso acaso pudiera ser más importante que cuanto ya había conseguido en la vida. Sí, escribía libros y grababa discos irrelevantes para niños, demandando atención por facetas menores, que nada le añadían.

Flores innecesarias

“Me considero mejor compositor que cantante”, llegó a decirme. Eran flores que no necesitaba, como si Dios quisiera ser Pelé, porque no le bastara con ser Dios. “No tengo un gran estilo escribiendo. Narro lo que pienso y veo en los numerosos viajes que realizo por todo el mundo. Mis lecturas literarias se inclinan por los poetas portugueses”, remató vagamente en una falta de conciencia histórica de sí mismo, cuando yo memorizaba buena parte de su bibliografía milenaria de goles.

En aquellos días, le preocupaban las misteriosas muertes de los niños negros de Atlanta, aún hoy sin esclarecer. “El mundo atraviesa grandes problemas y no se vislumbran soluciones”, me deslizó como si quisiera decir algo solemne.Había empezado a ganar Mundiales con 17 años y sumó tres, y era padre de goles memorables como el de los cuatro sombreros. Ingenuo de mí, indagué en su ideología a propósito de una película de John Huston (Evasión o victoria) que se estrenaba entonces, en la que Pelé marcaba un gol que salvaba la vida a un grupo de presidiarios de un campo de concentración nazi. “A mí no me ha interesado nunca la política”, aclaró. Nadie ha podido dejar de quererle y admirarle, y ahora no podremos olvidarle jamás.

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