De Amaro Pargo (Rodríguez-Felipe y Tejera Machado, 1678-1747), el famoso corsario de La Laguna, se ha escrito bastante y seguirá ocurriendo. Es lo que ha hecho, por ejemplo, el catedrático de Historia de América de la ULL Manuel De Paz junto a otros autores en los tomos 11, 12 y 13 (y previos) de los documentos del también comerciante, así como los nuevos (hasta el 18) que prepara. Lo que no se había abordado con detalle es su relación con la esclavitud y los destellos humanistas que, al igual que su hermano José (en cuyo barco, en Cuba, se halló un escrito liberalizador), dejó en su intensa vida, sobre todo respecto a algunos esclavos.
De su estudio, esbozado en el portuense Instituto de Estudios Hispánicos el pasado martes, en la XXVI Semana de Historia de América, De Paz subraya el hecho de que, frente a otros corsarios y miembros de las capas altas sociales, Amaro “tuvo muy pocos esclavos (he contado 10)” y, además, les dispensó un trato diferente y humanista.
Aunque Pargo es previo al auge de la Ilustración (desde mediados del XVIII), esos destellos entroncan con lo mejor del Siglo de las Luces, que asienta las bases de la democracia moderna y el avance científico. Y lo hace, además, en plena paradoja con lo que suponía a finales del XVIII hablar de igualdad, libertad y fraternidad mientras se llenaban barcos de esclavos en África para Europa pero, sobre todo, para América, negocio que vive su cenit en este siglo.
Por supuesto que fue un corsario que usó esclavos y los llevó a América, pero De Paz recalca que “fueron muy pocos, a pesar de las simplezas dichas por autores poco documentados. Estamos convencidos de que, en algún traslado por encargo, por ejemplo a Venezuela, simplemente los dejó escapar y, por ello, se vio envuelto, al menos en 1710, en una denuncia del dueño (Alonso García Ximénez, presbítero), del esclavo negro llamado Sebastián”. Según detalla, el “amo” otorga un poder el 18 de julio de 1715 a Teodoro Garcés de Salazar para que le reclamara en Caracas su devolución y se le autoriza, “de ser necesario, a acudir a los jueces de Su Majestad para conseguir el objetivo encomendado”.
“Los traslados de Amaro se sitúan por debajo de otros capitanes y personajes destacados, tal y como pasó también con su hermano y sus sobrinos, Antonio y Amaro González de Mesa”. De Paz divide la vida del corsario en tres etapas: de 1678-1700 no adquirió ningún esclavo ni hizo ningún apoderamiento; de 1701 a 1725 consta que compró a “un hombre y tres mujeres de 15, 30 y 7 años”; mientras que, de 1726 a 1747, “obtuvo, al menos, dos hombres, uno de ellos por cesión y encargo de su propietario”.
A su juicio, “las 4 mujeres (de 30 o 30 y pocos) y la niña de 10 seguramente acabaron en su servicio doméstico,`pues no consta que fueran a América. En total, tiene registrados 7 mujeres y 3 hombres “en toda su vida, 4 si se incluye su liberto Cristóbal Linche, a quien dejó escrito en su testamento que fuera enterrado, si ese era su deseo, en la cripta de los Pargo en la iglesia conventual de Santo Domingo de Guzmán de La Laguna. Existen, además, criados y criadas, probablemente criollos y, en algún caso, subsaharianos”.
Casos similares de amos con estos destellos los hubo con otros canarios, “como un Franchy de La Orotava, que tuvo el gesto humanitario de ordenar que un esclavo, que fue trasladado a La Habana y que tenía a su madre allá, si lo compraba precisamente ella (para lo que debía ahorrar toda su vida) se le hiciera una sustanciosa rebaja”.
Análisis de Tenerife
De Paz ha analizado, sobre todo, la esclavitud en Tenerife de 1670 a 1750, si bien en España (incluidas Canarias y Baleares, aunque no las colonias americanas) no se prohíbe hasta 1837. Aunque subraya que hay opciones de profundizar en este estudio por los archivos existentes (registros parroquiales, protocolos notariales, fuentes privadas y públicas…), de momento se ha limitado a ese periodo e Isla, concluyendo que la esclavitud tuvo en Canarias un marcado carácter doméstico, algo que comparten con el resto de La Macaronesia, con la excepción de Cabo Verde, que mantuvo su rol de distribuidor de esclavos.
Insiste en que la sociedad canaria tenía esclavos (y libertos), pero no era esclavista como lo fue Las Antillas o Brasil. Según sus cálculos, en ese tiempo hubo unos 3.000 en Nivaria, muchos provenientes de África (“bozales”), pero también de otros sitios según el origen del barco.
Atendiendo a esa cifra, conviene tener en cuenta que, en 1688, por ejemplo y según Macías Hernández, la población Canarias era de 105.375, cantidad que en 1769 se eleva a 152.786 y, en 1802, a 192.189. En Tenerife, había 54.350 en 1728 y 66.779 en 1557, por lo que esos 3.000 no eran un número baladí.
Muchos, por supuesto, no solo arraigaron en las Islas, sino que sus hijos (criollos) están en numerosos árboles genealógicos de familias cuyos descendientes actuales, en algunos o muchos casos, lo desconocen.
De hecho, y según De Paz, la población esclava podía llegar al 12% en Gran Canaria en el XVI, porcentaje que se mantiene en el XVIII en Las Palmas. En La Laguna, y según varios autores, el porcentaje se eleva al 14,9%.
Según De Paz, hubo muchas esclavas por necesidades domésticas y para cuidar niños, enfermos y mayores. Además, y como reza en las clasificaciones, el racismo y clasismo eran los propios de una sociedad canaria que, si bien no esclavista, sí convivía con esclavistas (y tampoco conviene asustarse, viendo lo que dicen algunos hoy de la migración africana). Por eso, en la distinción negro-negra se incluía adjetivos nada inocentes como “prieto-prieta, atezado-atezada, oscuro, mulato-mulata y matices como loro, pardo, pardo claro, moreno, moreno claro, mulato claro y otras”.
La mayoría procedían (según el barco) de Senegal, Madeira, Guinea, Cádiz, Cabo Verde, Martinica y Río de Gambia. Algunos eran ya “esclavos cristianizados” y, por supuesto, se preferían jóvenes (de 16 a los 30). Como resalta el historiador palmero, “simplemente era un negocio”.
En cuanto a sus “dueños”, los tenía “todo el que se los pudiera permitir (los precios eran muy elevados: un varón costaba de 600 a 2.200 reales entre 1700 y 1750, mientras que las mujeres, de 520 a 2.010). En el XVIII, destacan “las amas (viudas y mujeres libres con bienes patrimoniale), eclesiásticos, abogados, escribanos, médicos, artesanos y labradores acomodados”.
Muchos esclavos se llevaban a América, sobre todo a La Habana y La Guaira-Caracas. No obstante, también a Campeche y Veracruz (México), Cádiz y Maracaibo (Venezuela). ¿Y quiénes los llevaban? Pues “marineros y traficantes portugueses, ingleses, franceses, malteses y otros” desde la “Senegambia, Guinea Superior y Cabo Verde”.
Aparte del hogar, sus oficios eran agrícolas y artesanos. Hubo zapateros, carpinteros, canteros, escultores y hasta músicos (danzantes, tañedores de instrumentos, clarineros y tocadores de trompeta en el Corpus). También ejercieron de pescadores en El Sahara o de marinos y cocineros en barcos que cruzaban el Atlántico, y hasta enólogos, como Juan de la Soledad, cuyo amo fue el potentado santacrucero Matías Rodríguez Carta.
Muchos logran la libertad y reciben bienes del amo. Otros son liberados por ahorros de familiares, aunque pagando fortunas. La libertad se certificaba con carta, testamento, por mediar personas importantes, afecto, falta de hijos legítimos, amistad, amor y hasta miedo. Eso sí, muchos tuvieron que seguir rituales como ponerse de rodillas y besar la mano del benefactor (manumisión), recibiendo el apellido del ama/o.
Viera y Clavijo y los guanches, “que no conocieron la esclavitud”
Como resalta De Paz, Viera y Clavijo remarcó que los guanches “no tuvieron esclavos, ni jamás conocieron esta tiranía que tanto ha deshonrado a la humanidad; pero aun conocieron menos al dinero, aquel adorado tirano de los hombres” (Historia, 1772), si bien ya lo escribió en el borrador de 1760. “Esa frase, en esa década, le honra y le convierte en un intelectual de bien en esa compleja y contradictoria época”. En contraste, alude a “miembros del clero que destacaron por poseer esclavos y se resistieron a perder las ganancias”.
Rosalía Gómez, “la última esclava de Tenerife”, según Nelson Díaz Frías
España prohibió la esclavitud en 1837, pero, hasta entonces, fueron muchos los que la sufrieron. En junio de 2021, Nelson Díaz Frías publicó el libro “Rosalía Gómez, la última esclava de la isla de Tenerife”. Esta humilde mujer, esclava blanca, hija de esclava (Úrsula González) y que vivió de 1801 a 1874, fue, según De Paz, un “ejemplo de sacrificio y laboriosidad, propio de las tierras del Sur”. La obra detalla que nació en Charco del Pino (Granadilla) y que nunca se conoció a su padre, pues era inhabitual que alguien libre reconociera una hija/o de esclava. Sí consta que sus abuelos maternos fueron Juan González Camello y Antonia, según el bautismo. La investigación desvela también que fue familia del esclavo Pedro González Camello (o Camejo), vendido a los 18. Además, “tuvo como amos a Antonio Gómez del Castillo, que lo era de su madre, José Hipólito Calcerrada y José Bethencourt Medina (vecino de Túnez, en Arona, sobre 1814), en cuya casa pasó a servir”. En 1845, figura como “criada, 47 años, junto a sus hijos, también criados (Antonio, Viviana y Simón)”, lo que hace concluir que fue “la última (o de las últimas) esclavas de la Isla y probablemente España, a lo que contribuye el aislamiento del sur hasta el XX”.
La referencia a esclavos más tardía hallada por De Paz es un poder de enero de 1827 (en La Laguna) “por el que María del Carmen Pérez, viuda, autoriza al habanero Andrés Cardona a vender una negrita bozal de 14 años y de nación carabalí que le remitía, desde Santa Cruz, por medio de Juan Gertrudis, vecino de esa villa y puerto”.