Si bien Juan Antonio Bayona encontró inspiración para su emotiva y galardonada película Lo Imposible en la familia Belón, podría haberla encontrado también en el relato de los Heras-Salbidegoitia. Esta familia, de origen vasco y residente en el sur de Tenerife, vivió una experiencia tan extraordinaria como aterradora durante el devastador tsunami del 2004 en el Océano Índico, una catástrofe que cumplió esta misma semana 20 años, dejando tras de sí más de 230.000 muertos.
En medio de la desolación y la pérdida, emergen historias que parecen sacadas de una película, relatos en los que el destino, la intuición y unos pocos minutos marcan la diferencia entre la vida y la muerte. Para los Heras-Salbidegoitia, la realidad no solo superó la ficción, sino que les regaló una segunda oportunidad.
“Nos salvamos por media hora”, afirma Marije Heras, madre de Haizea, Eider e Iratxe, y protagonista, junto a su marido Xabier, de una odisea que todavía les pone la piel de gallina al recordarla. El 26 de diciembre de ese año, mientras un tsunami arrasaba las costas del sur de Tailandia, ellos ya estaban a salvo a bordo de una guagua rumbo a Bangkok. “Salimos del hotel a las siete y media de la mañana y el tsunami ocurrió a las ocho”, relata.
Los Heras-Salbidegoitia decidieron pasar el mes de diciembre y las Navidades en el sudeste asiático, concretamente en Khao Lak, una tranquila y paradisíaca localidad turística en el sur de Tailandia. “Nos íbamos a hospedar en unas cabañas preciosas, de bambú, situadas justo en la playa. No había ni una pizca de cemento. Era un paraíso”, comenta. Todo el viaje era de fantasía: playas hermosas, parajes únicos y, sobre todo, una experiencia memorable para sus hijas.
La noche anterior a la fatídica tragedia, la familia había celebrado la Navidad y disfrutado de una tranquila velada junto al mar. Sin embargo, se palpaba algo especial en el ambiente que en ese momento no se podía explicar. “Recuerdo que los animales estaban muy extraños”, relata. Los perros, normalmente inmutables, ladraban de manera incesante. Incluso los peces en el agua parecían comportarse de manera peculiar.
Lo más sorprendente, sin embargo, fue la actitud de Haizea, la menor de sus hijas. Durante las vacaciones, se había pasado horas jugando en el agua, disfrutando del mar como cualquier niña. Pero ese día, de manera casi premonitoria, se negó rotundamente a entrar. “No quiero meterme en el agua”, nos dijo. “Me pareció extraño, pero no insistí”, recuerda la madre. “Ahora, mirando atrás, pienso que percibió algo”.
La noche del 26 se despertó inquieta. Algo no estaba bien. Decidió levantarse y comprobar que sus hijas, alojadas en una cabaña contigua, estuvieran bien. Pasó la noche en la cabaña de las niñas, impulsada por una extraña sensación de desprotección.
El despertar de una tragedia
A la mañana siguiente, tal y como lo tenían programado, la familia dejó el hotel temprano, ajena a lo que estaba por ocurrir. Cogieron un taxi que los llevó a una estación de guaguas situada en una zona elevada, un detalle que, según Marije, resultó clave para mantenerlos a salvo y alejados del caos.
“Recuerdo que el cielo lucía un color rojizo, pero no le dimos importancia. Aún no habían noticias y no sabíamos nada”, relata. Desde allí comenzaron un largo viaje de 13 horas hacia Bangkok, marcado por la monotonía y el incesante sonido del karaoke que salía en los altavoces de la guagua. “Mientras tanto, el mundo se desmoronaba detrás de nosotros y no nos enteramos”, añade, todavía impactada por lo que habían dejado tras ellos.
En el hotel encendieron la televisión y vieron las primeras imágenes. No podían creer lo que sus ojos veían. “Reconocimos las playas. Estaban completamente arrasadas. El hotel donde nos alojábamos había sido reducido a nada”, dice Marije. “Fue un shock ver las cifras de muertos y pensar que hace solo unas horas estábamos allí. Nos sentimos afortunados, pero también terriblemente tristes”.
“Sabíamos que todos los que estaban en nuestro hotel no habían sobrevivido. Nos sentimos como si hubiéramos vuelto a nacer”. La última imagen que Marije mantiene en su memoria es la de un turista alemán caminando hacia el agua con un niño pequeño. “No pude evitar preguntarme qué había sido de ellos”, confiesa.
La sensibilidad de los animales
Con el paso del tiempo, la madre ha ido construyendo un archivo personal que guarda como un testimonio vivo de su experiencia: fotografías, recortes de periódicos y noticias que documentan el desastre y su milagrosa escapatoria.
A su llegada al aeropuerto de Madrid, recuerda cómo los medios ya esperaban a las familias afectadas buscando testimonios de lo ocurrido. “Allí nos hicieron una entrevista”, cuenta mientras hojea un artículo de prensa realizado por Diario de Avisos.
Además de los documentos gráficos, Marije conserva un intercambio de correos con varios protagonistas de aquella tragedia. Entre ellos destaca un estremecedor mensaje que recibió del responsable del hotel donde se hospedaron. El irlandés fue el único superviviente de la plantilla que les había recibido con los brazos abiertos. “Mai y la mayoría del staff están muertos”, le escribió en un fatídico correo que aún guarda como oro en paño.
Entre los relatos más impactantes, se encuentra el que les contó un adiestrador de elefantes que solía llevar a los turistas de paseos por la zona. Según él, sus animales comenzaron a comportarse de manera inusual. “Estaban llorando todos, un sonido que nunca antes había oído”, apunta. Durante el tsunami, los animales comenzaron a usar sus trompas para levantar a las personas y llevarlas a un lugar seguro.
Numerosos estudios han documentado cómo los animales muestran una percepción especial para detectar desastres naturales. “Es un recordatorio de lo conectados que están con la naturaleza y de lo mucho que todavía tenemos que aprender de ellos”, reflexiona.
Una lección de vida
Dos años después del tsunami, la familia decidió regresar a Tailandia para conmemorar el aniversario de la tragedia. “Fue muy emotivo. La zona aún estaba en reconstrucción, pero sentimos que teníamos que volver para rendir homenaje a las víctimas”, dice. Allí, numerosas familias escribían en la arena de las playas de la localidad los nombres de sus familiares muertos, a la vez que tiraban flores al mar.
Desde entonces, los Heras-Salbidegoitia celebran cada 26 de diciembre como “el día de su nacimiento”, un particular cumpleaños cargado de simbolismo. “Nos salvamos los cinco. No vimos la tragedia de cerca y eso también nos ha permitido evitar traumas mayores, especialmente en nuestras hijas”, comenta.
La experiencia les marcó profundamente, pero también les regaló un vital mensaje: “La vida es una y nunca sabemos cuánto tiempo tenemos. Hay que aprovechar cada momento”. Hoy, 20 años después, esta historia resuena como un recordatorio de lo frágil que puede ser nuestro paso por este mundo y de cómo a veces el destino nos da una segunda oportunidad.
Mientras los medios recuerdan la tragedia del tsunami con imágenes y vídeos, esta familia vasca, residente en Tenerife, agradece cada día la programación de su guagua a Bangkok. “Le recé a Budha todo lo que pude”, concluye Marije, con la voz aún llena de emoción. “Y creo que nos escuchó”, certifica.