Los que hemos pasado ya con creces la edad de la adolescencia, seguro que nos acordaremos de aquella matraquilla, este americanismo que significa repetición insistente y fastidiosa de algo, que nos hacían con cierta frecuencia nuestros familiares más cercanos, especialmente los mayores, padre, madre, hermanos, para tomarnos el pelo bromeando sanamente, primero, haciéndonos reír cuando éramos unos críos y después, ya enfadarnos un poquito cuando empezábamos a espabilarnos. Era el cuento de la vieja majadera, donde se reiteraba la misma monserga una y otra vez hasta el cansancio. Se perdía la paciencia, muchas veces entre risas, en otras ocasiones se terminaba en una rabieta sonora, para llegar al final a decir por fin que no, que ya estaba bien, no hacía gracia y que no se insistiera más.
Viene a cuento, nunca mejor dicho repetir la mentada palabra, recordar esta anécdota bastante familiar para muchas personas cuando nosotros insistimos, porque no hacerlo sería una irresponsabilidad, en reprobar la repelente y nefanda Administración Pública que toleramos porque no queda más remedio, ya que no hay otra, ni alternativa a la vista para suplirla en lo que tiene que hacer y no ejecuta en tiempo y forma. Por eso, luchamos denodadamente, sin cansancio y con el ánimo siempre de conseguirlo, para que se produzca un cambio más que significativo, habría que hacerle una buena mudanza, diríamos sin exagerar una autentica metamorfosis, a saber, una transformación absoluta. Todo lo contrario, a lo que es hoy, significa y mal produce.
La Función Pública canaria, en sus tres niveles territoriales, autonómico, insular y local está haciendo un daño irreparable a nuestra tierra en todos los ámbitos y órdenes desde que la analicemos. En primer lugar, a los ciudadanos, que ante cualquier gestión que tengamos que realizar nos encontramos, en la mayoría de los casos, con la incomprensión y falta de empatía, para no decir antipatía, del empleado público de turno, presencial o virtual, que mira por encima del hombro al administrado, atendiéndolo malamente, cuando sucede, que ya de por sí es bastante raro. Ya sabemos que no son todos iguales, para no meter a todo el mundo en el mismo saco que sería injusto, porque incluso los hay con corazón, profesionalidad y ganas de prestar toda la ayuda posible. A esos los conocemos porque se nota la labor que engendran allí donde se encuentran, aunque parezca ciencia ficción existen y muy buenos, bien por el trabajo que hacen y que es la mejor expresión para dejar en evidencia a lo fallido.
En segundo lugar, perjudican a los mismos responsables públicos, especialmente a los que quieren atarearse en sacar proyectos adelante, licitaciones, expedientes, licencias, informes sectoriales y demás actividades administrativas, para cumplir con sus compromisos políticos ante el electorado que le votó en su día, confiando en las promesas que se hicieron. Quieren crear o construir para un mejor bienestar social, no los dejan, precisamente donde se encuentran es donde se para todo, impidiéndolo los mecanismos estáticos establecidos, la excesiva normatividad, la búsqueda obsesiva de la seguridad jurídica, implantando mecanismos que consiguen precisamente lo contrario, la falta de medición de la productividad, la estrambótica distribución del funcionariado, que hace que falta donde es necesario y sobre donde no hay mucho que hacer.
En tercer lugar, la burocracia fastidia al tejido empresarial, impidiéndole concebir riqueza social, porque el tiempo es la unidad de medición de eficacia más certera. Mientras los empresarios vamos o queremos ir a velocidad de crucero, constante, uniforme, nos empotramos contra el muro oficinesco público, cuya característica principal es la pachorra, camino igual de la tortuga boba.