El café está omnipresente en nuestras vidas. En España se beben, de media, tres tazas y media, superando al consumo de grandes productores como Colombia y Brasil. Sin embargo, en nuestro país se bebe café malo. Así lo confirma Daniel López, hostelero desde 2015, que conoce al dedillo los gustos cafeteros madrileños.
«A la gente le gusta el café malo, aunque no es su culpa, los cafés comerciales, tanto en el súper como en restauración, saben a quemado. Por eso está tan normalizado el echar azúcar al café, pero cuando este es bueno no es necesario. El sabor ácido, con una nota amarga al final, es suficientemente goloso», explica López.
Este sabor se debe a un tipo de café que es casi exclusivo de España y Portugal, el café torrefacto. De hecho, su forma de elaboración ha sido controversia en multitud de ocasiones por ser poco saludable debido al añadido que se introduce durante el tostado del líquido, el azúcar.
La caramelización de los azúcares aporta un sabor más intenso al café molido, además de aumentar el amargor. «El café torrefacto tendría algo menos de cafeína que el natural, aunque normalmente este tipo de café se suele elaborar con granos de tipo robusta, que tienen más cafeína que los de arábica del café natural. Aun así el problema está en el azúcar, que puede llegar a ser el 15% del total del producto», explica José Gallardo, nutricionista.
Este tipo de tueste se ideó por razones económicas, para tener la misma cantidad de producto utilizando menos café y porque era más fácil de conservar. El inventor fue José Gómez Tejedor, un trashumante de profesión que, tras adquirir café Europa —que pasó a llamarse café La Estrella—, marchó hacia América en busca de materias primas y nuevas variedades de café. En México, descubrió el café que tomaban los mineros, quienes llevaban siempre provisiones para varios meses. El truco para que no se pusiera malo el café bajo tales condiciones era el caramelizarlo con azúcar, de esta forma evitaban la oxidación del grano.
Se trajo a España esta técnica, la industrializó en sus fabricas y registro la patente del café torrefacto, que fue muy popular durante la posguerra por su producción económica y fácil conservación. Sin embargo, lo que resulta más inexplicable es que este tipo de tueste siga siendo tan consumido en España, sobre todo en hostelería.
En 2018, un juez de la Corte Superior de Los Ángeles colocó la acrilamida bajo el foco público, en concreto la presente en el café de los establecimientos de California, obligándolas a añadir una advertencia sanitaria sobre los riesgos carcinógenos de esta sustancia química. De forma casi paralela, ese mismo año, entró en vigor un reglamento de la Comisión Europea que obliga cumplir una serie de medidas para limitar la presencia de acrilamida en los alimentos, ya que no solo está en el café, sino en otros tantos alimentos fritos.
Esta sustancia química se forma cuando los alimentos sin cocinados o calentados a temperaturas superiores a los 120 grados. Es entonces cuando los azúcares de los alimentos como el almidón y la fructosa reaccionan entre sí y dan lugar a este elemento. La concentración de esta sustancia aumenta proporcionalmente a la temperatura y el grado de humedad.
La Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC) considera la acrilamida como un «probable» carcinógeno para los humanos. Un adjetivo que hace referencia al hecho de que la Agencia Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición (AECOSAN) no tiene claro que resultados de las investigaciones realizadas en modelos animales, que han sido sometidos a dosis muy altas de acrilamida, sean extrapolables a los seres humanos.
Si bien, según diversas investigaciones, la mayor fuente de exposición a esta sustancia es el humo del tabaco y, en estos casos, si hay una vinculación real con la probabilidad de padecer cáncer.