En las primeras páginas de El Perfume, Patrick Süskind describe las ciudades francesas del siglo XVIII, incluida París, a través de sus malos olores: “Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores a orina, los huecos de las escaleras a madera podrida…”. La maestría de Süskind conduce al lector y le hace creer que percibe el olor a putrefacción. Es la misma sensación que describen cientos de contagiados por Covid meses después de pasar el virus. Perciben un olor a “tubería, a animal muerto, a pedo”. Sin que haya tuberías, animales muertos o pedos.
Son olores ficticios, como un engaño de la mente. Para algunos puede llegar a ser casi constante; para otros sólo momentáneo. Y oler a rayos, o que parezca que huele a rayos, durante horas o durante unos segundos, muchas veces va más allá de una simple situación mental: puede provocar mal cuerpo. Tanto que puede llevarlos a vomitar. También a sospechar de sí mismos: ¿Soy yo quien huele mal? E incluso a cambiar hábitos como no ponerse perfume o no disfrutar de la comida.
Guillermo es de torreznos. O más bien era. Ahora le huelen “a rancio” y comerlos no es precisamente un placer. Porque el sabor también es diferente. Este informático de Getafe, 42 años, pasó el Covid en la primera ola, hace un año, casi sin síntomas, pero se quedó sin olfato y sin gusto. Hasta que un día, de repente, comenzó a notar “fenómenos extraños”. Episodios de hedor: “Pasé de no oler de nada a oler, en cualquier momento, a animal muerto, asqueroso”. De repente, nos cuenta, le “venía un olor a vertedero, un falso olor a lejía”.
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