cuadernos de la periferia

Tener un oficio para tiempos de paz y de guerra

Profesiones de siempre, como la de zapatero, resisten en esta época de turbulencias y son retazos de una vida que ha ido cambiando

En Feria, una especie de libro de memorias, la autora madrileña Ana Iris Simón, ahora columnista en el diario EL PAÍS, hace una hermosa semblanza de su entorno familiar que es también una reivindicación de sus orígenes trabajadores. Fue periodista en la revista Telva y en Vice, publicación de referencia del moderneo digital que cerró su edición española en 2020. Ese año, Simón publicó esta obra, que parece una enmienda a las aspiraciones que la propia escritora tenía de joven, cuando vivía en un pueblo de La Mancha y soñaba, según cuenta ella misma, con una vida cosmopolita y un piso céntrico en Madrid que tuviera estanterías de Ikea llenas de libros. Ahora, las certezas parecen estar en el pasado, en ese mundo de los 90 donde sus padres consiguieron ser carteros en un pequeño municipio, construir una vida y comprar una casa sin sufrir la trituradora existencial en la que se ha convertido el mundo del trabajo. Feria es también una celebración de la vida en comunidad, los amigos, el pueblo, los abuelos… Un mundo sin el supuesto glamur urbano de las series, pero acaso más vivible.

Hay quien ve en Feria una especie de obra neofalangista que mira a un pasado ideal de patria, familia y trabajo. Una exageración que obvia el contenido de la obra, atravesado también por la histórica militancia comunista de una parte de su familia. Lo que sí destila la autora es cierto maniqueísmo, también en sus artículos de prensa, como si la reivindicación de la sencillez y la autenticidad en la vida, normalmente asociadas a la vida en el pueblo, implicara necesariamente la negación de los sueños de bohemia urbana y noches sin fin; espacios donde hay dureza y precariedad, sin duda alguna, pero también el potencial liberador que siempre han tenido las ciudades. Leyéndola, a veces parece que uno tuviera que situarse en uno u otro lado y la realidad no estuviera repleta de contradicciones y tensiones que se actualizan de forma permanente.

Como Simón, yo también ando buscando certezas en medio de tanta turbulencia, así que me acerco a ver a Óscar, dueño de la zapatería Benito, que tiene uno de esos oficios milenarios que parecen resistir guerras y crisis de todo tipo. Él, sin embargo, evita pasarse de romanticismo. “En este trabajo hace falta constancia. Pero vamos, yo no soy un médico que mañana tiene que ir a operar a vida o muerte. Ni hago nada arriesgado, como un policía. Yo ejerzo mi trabajo lo mejor que sé y tengo preocupaciones, como cualquier otro trabajador, pues hay cosas que pagar. Pero no son problemas que me impidan dormir”, comenta enfundado en ropa de faena, con cierto desaliño indumentario. “Tampoco tengo que ir a buscar a los clientes, como hacen otros autónomos. Yo estoy aquí tranquilito, con la estufa encendida cuando hace frío. Y la gente viene a donde yo estoy”.

Claro que también hay una historia detrás del negocio: la de su padre, Antonio Benito Quintero, que siendo niño en la posguerra, “cuando había mucho de nada” –como dice Óscar-, tuvo la polio y se quedó con una cojera. Su madre –la abuela de Óscar- quiso entonces encontrarle un trabajo y habló con un zapatero de la ciudad para que fuera aprendiendo el oficio. Luego trabajó en otras zapaterías. Hasta que en 1983 abrió la suya en su barrio de toda la vida, San Benito, en La Laguna. “Esto, en otra época, eran las afueras de La Laguna, y estaba lleno de huertas. Poco a poco, se fue convirtiendo luego en un barrio más comercial, porque es una entrada a la ciudad. Y mi padre pensó que podía ser buen lugar para montar su propia zapatería”.

En aquella época, Óscar y su familia ya vivían en Barrio Nuevo. Pero él comía muchas veces en casa de la abuela, junto a la plaza donde está la ermita de San Benito, donde jugaba con los amigos. Luego se pasaba por la zapatería. Ya de joven, cuando se puso a hacer un ciclo formativo de administrativo en la Laboral, empezó a ayudar a su padre. Y al terminar los estudios, sin demasiadas perspectivas laborales “en lo mío”, vio que el oficio de zapatero era una buena opción para vivir dignamente. Así que se dedicó a tiempo completo. Durante mucho tiempo, lo combinó también con el trabajo de camarero en la Yarda, mítico local nocturno de aquella vibrante noche lagunera que ya nunca ha sido la misma. Hace unos años, después de que su padre tuviera un infarto, comenzó a encargarse él solo del negocio.

Ha cambiado mucho el oficio de zapatero. “Los materiales no son los mismos. Ahora hay mucha más variedad”, explica. “Antes era fundamentalmente suela y piel. Ahora hay mucho sintético, mucho escay, mucha piel que no es piel, suelas de cartón prensado…” Dice Óscar que en el mercado hay gomas o suelas similares a las de casi todos los zapatos que se fabrican. “En otra época había que ir cortando pieza por pieza la plancha de goma y luego darle forma”. Con las máquinas, cuenta, el trabajo se ha facilitado mucho. La suya le costó 2.500 euros. Y le permite hacer más cosas en menos tiempo. Últimamente se nota algo la inflación en el coste del material. “Va aumentando y yo tengo que subir un poquito. Aunque tampoco demasiado”.

“Al principio, cuando cogí el negocio yo solo, sí tuve cierto miedo a que los clientes de toda la vida dejaran de venir. Al fin y al cabo, mi padre era el que había puesto en marcha el negocio y a mí me veían más atendiendo al público. De repente, todo iba a depender de mí: pagar el local, el autónomo… Ya no era simplemente un trabajador. Pero la gente siguió viniendo”. De hecho, en el tiempo que estamos charlando, entran media docena de personas. Suele haber entre quince y treinta todos los días. “Cuando llueve, la gente viene menos”.

“Pues sí, al final ha resultado una buena idea eso de que siguiera yo con el negocio de mi padre”, me contesta Óscar cuando le pregunto si se siente afortunado por haberse dedicado a un negocio que se mantiene a pesar de las tormentas históricas en las que andamos metidos. “Tengo la suerte de que la gente nunca va andar descalza por la calle. Siempre hará falta un zapatero”.

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