Mi abuelo herreño cumplió 105 años y lo celebramos en familia en la Casa Herreña de Las Palmas. Vino la tele y todo y le pusieron el micrófono delante al abuelo viejo, como lo llaman sus bisnietos, y la periodista muy amable va y le pregunta por el secreto de tan pasmosa longevidad, porque el abuelo viejo está intacto, todavía derecho sobre sus piernas cangallas y con la cabeza tan bien amueblada que todavía es capaz de hablar esa lengua ya perdida que fue el esperanto incluso a través de su móvil. El abuelo responde a la periodista: «Mira, mi niña, el secreto de la buena vejez es comer poquito, pero de todo, no hacer deportes violentos sino caminar a diario cincuenta minutos, no fumar y mantenerse activo intelectualmente leyendo un poquito a diario», dijo el anciano con el peso de todo su siglo encima.

Y el abuelo viejo me dio mucho que pensar, porque veo a mi alrededor mucha crisis de los 40 y de los 50, cuando de pronto hombres y mujeres, que apenas han practicado deporte a lo largo de sus vidas, se apuntan al gimnasio y enseguida son triatletas que tanto montan en bici como corren treinta kilómetros o nadan junto a tiburones en alta mar durante horas. Después llegan las lesiones, el dineral en fisios, las decepciones e infartos. A los gimnasios hay que apuntarse para ligar cuando uno se divorcia y para hacer un poquito de ejercicio saludable, que a estas edades ya las Olimpiadas nos quedan lejos, creo yo.

Otro tanto pasa con la comida. Ya todo el mundo es celiaco, el gluten es el demonio, la leche ya no es leche y además ni se les ocurra beber nada que se le parezca salvo brebajes que fabricamos con carísimos suplementos alimenticios de nombres impronunciables. Tengo amigos con los que ya no sé dónde quedar para poder comer todos, en qué restaurante hacen caso de tanta payasada. Digo yo que vivir 105 años al menos dará derecho a la sabiduría de la experiencia. Comer poquito, pero de todo, incluyendo la copita de vino. Y caminar y leer. Todo tan sencillo.