El payaso de Trump, que alguna cosa hará bien para ser quien es, siempre dice América first. Yo, que he viajado por ese inmenso país apasionante, me veo a menudo envuelto en tertulias donde asumo el papel de defender la cultura norteamericana de los muchos tópicos que se vierten contra ese país de países. Los norteamericanos no son solo descerebrados que comen hamburguesas. Ahora, gracias a un minucioso trabajo de recopilación que están haciendo dos filólogos canarios, Mari Nieves Pérez Cejas y Victoriano Santana, me he visto felizmente obligado a enfrentarme a un volumen que antologa mis artículos publicados en prensa desde 1987 a 2020, es decir, treinta y tres años (edad suficiente para ser crucificado). Asomado a ese abismo, descubro que he escrito más de lo que pensaba, pero, al mismo tiempo, me percato de que no he confesado lo suficiente mi débito con la narrativa norteamericana. Estos últimos primeros veinte años del siglo XXI he abrevado en las novelas de Cormac McCarthy, Philip Roth y E. L. Doctorow, principalmente, cual viajero que encuentra un oasis, para amamantar mi propia idea de la narrativa.

Estados Unidos es un país en ciernes, un país que sigue fabricando su identidad, de ahí que concedan tanta importancia a la novela como género que nos explica. En sus facultades y escuelas se invita a escribir la Gran Novela Americana. EE.UU. es un país tan joven como Canarias y, como novelista, me interesó mirarme en el espejo norteamericano para pensar en cómo contribuir a la creación de ese mapa de la identidad canaria que nos complete como pueblo entre los pueblos del Mundo para no tener que vagar quejicas y acomplejados por la vida. En los novelistas norteamericanos, después de la decadencia de la novela europea, aprendí los mecanismos de tener novela para tener país, tener literatura para tener identidad. El futuro es la cultura.

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