Me subí al avión de Binter el pasado marzo con destino a la isla portuguesa de Madeira. Enseguida me puse a hacer comparaciones con las Canarias de mi alma, porque si viajar me gusta es porque nos ensancha los paisajes mentales y nos reubica en nuestro lugar en este pequeño gran mundo. Madeira tiene una población de unos 254 000 habitantes, nada que ver con los dos millones y pico de Canarias o los 85 000 habitantes de La Palma, que es la isla que más se le parece por orografía y clima. Madeira vive también del turismo. Cuando llegué estaba seguro de que les daríamos una lección de vivir en la insularidad.

Tras aterrizar en el aeropuerto de Funchal empecé a preguntarme cómo en una isla tan pequeña y escarpada tenían un aeropuerto enorme, con una gran pista de aterrizaje en gran parte sostenida por un puente. Mis ojos expresaron todo el asombro del que eran capaces. Alquilé un coche y recorrí la Isla de lado a lado, cosa que es muy fácil porque tienen un pedazo de autopista que atraviesa literalmente sus montañas y barrancos gracias a 150 túneles magníficos y otros tantos puentes espectaculares. Me quedé de piedra. ¿Cómo demonios han logrado tener unas infraestructuras, puerto, aeropuerto y carreteras tan cojonudas? Un camarero me dijo que gracias a un lobby que tenían en Europa y en el que participaba el futbolista Cristiano Ronaldo, que es de allí y por eso casi todo lleva su nombre. Pero no me lo creí.

«¿Cómo demonios han logrado tener unas infraestructuras, puerto, aeropuerto y carreteras tan cojonudas?»

Todas las casas de Madeira están pintadas de blanco y tienen tejados de teja roja y jardines y cuidada vegetación aquí, allá y acullá. Fue entonces cuando empecé a mosquearme. Por todos lados había terrazas y restaurantes donde podías beber, fumar, comer pescado fresco, y discotecas que cerraban tarde y servían copas. Y sin mascarilla. Todo el turismo es feliz. Y me preocupé. En Canarias nos hemos desgobernado durante demasiado tiempo. Teniendo mucha más población, nuestras infraestructuras, en particular las carreteras, dan pena. Me acuerdo de las autopistas del norte y del sur de Tenerife y siento arcadas, o me acuerdo del túnel de El Hierro cayéndose a pedazos y me echo las manos a la cabeza. Es lo que tiene viajar, la promesa de los descubrimientos. Si queremos que haya futuro, repensar Canarias de modo crítico es urgente. No sabía yo que, viviendo en el año 2022, estuviéramos en la prehistoria. Es hora de reconocer no solo todo lo que no hemos hecho, sino lo que hemos hecho rematadamente mal. A tiempo estamos.