tribuna

Noticias de nuestro tiempo

Almudena Grandes -fallecida ayer- era una brillante cronista de su tiempo, la Galdós de la Guerra Civil y de los días corrientes. Estas de aquí son noticias del siglo XXI, y de otra guerra. En el caos actual, las buenas noticias compiten en condiciones más desiguales con las malas, y tienen peor porvenir que nunca. Aquel adagio de este gremio según el cual las buenas noticias no son noticia se ve agravado por los efectos de la pandemia. “Buenas noches y buena suerte”, solía decir al despedirse el legendario presentador de la CBS Edward R. Murrow, creando escuela con un eslogan que ahora nos haría falta como mantra antes de irnos a dormir. La nueva cepa sudafricana que alarmó el viernes a las bolsas y aerolíneas, y cerró las fronteras de Europa con el sur de África, retomó el mando de la actualidad. Si vacunan a los niños en diciembre, como parece, tendrán regalos de Reyes sin miedo. Otros cuasi niños recibieron el suyo y ni caso. ¿Por qué la noticia de que Pedri, el futbolista precoz de Tegueste, ganó el Golden Boy, que lo consagra en Europa, ha pasado desapercibida si este país es futbolero y necesita una inyección de moral? Sea por la pueril indiferencia del periodismo que se lame entre cizañas de madridistas y blaugranas o por incapacidad para zafarse del monotema (virus y política lo son todo), es un indicio de que algo está anulando los sentidos y la sensibilidad. Seguimos paralizados por la pandemia, y ahora ha vuelto a estallarnos en la cara con su permanente tormenta perfecta. El escritor budista Jack Kornfield, que ha adquirido notoriedad bajo este estado de zozobra, suele decir que debemos darnos tiempo para sanar. Todavía es pronto. El mundo convaleciente prolonga desde hace un par de años un infierno de estragos, dolorosas vivencias y presagios catastrofistas que han atrofiado su sentido de la felicidad. Y en esa situación se encuentra el inconsciente colectivo. Somos presas del desasosiego de Pessoa y el tiempo se abrevia, en un reduccionismo que se ha llevado por delante la alegría y, en parte, la esperanza. La Palma ahora es la mejor metáfora del mundo: un volcán. La isla resume bien este estrés de abatimiento, a las puertas de la Navidad.

Entre tanto, otras noticias anómalas salpican la realidad de extravagantes merodeos. En la siempre contrahecha democracia yanqui, demócratas y republicanos tratan de capitalizar las demandas que esgrimen los padres en las politizadas juntas escolares de los centros públicos. Allí se cuecen debates que derivan en amenazas de muerte tras enzarzarse en maratonianas trifulcas sobre el uso obligatorio de la mascarilla, las personas transgénero o la equidad racial. El flamante gobernador republicano de Virginia halló en ese yacimiento un vivero de votos, según parece. La democracia se muda de escenarios como en una barraca teatral itinerante en busca de nuevos caladeros. Ahora se verá si esta moda se importa, pero ya saben los partidos que ahí se puede pescar.

En el mismo tablero de ajedrez, Estados Unidos, recibe estos días el nombre de Gran Dimisión todo un fenómeno de la era pandémica. Desde abril causan baja en sus puestos de trabajo unos cuatro millones de personas al mes, que renuncian voluntariamente y alegan razones de tipo existencial, nostalgias domésticas, necesidad de tiempo para la familia. Los expertos, según El País, lo interpretan como la Gran Renuncia o el Gran Agotamiento, como consecuencia de la COVID. El estrés, la ansiedad, la sobrecarga emocional serían los desencadenantes de la gran deserción. La crisis de los camioneros que ha confluido con el crack de suministros y la amenaza de desabastecimiento no es ajena a esta tendencia expansiva. El burnout (agotamiento) puede estar detrás de esta corriente, pero no es nueva, germina desde hace décadas, y, con los estertores de la plaga de este virus, vuelve a escena el carpe diem. Es una reminiscencia del dolce far niente a la italiana, la dulce sensación de no hacer nada. En la pandemia se ha puesto en cuestión el derecho al cuidado de los hijos y los ancianos. Muchas profesiones le han visto las orejas al lobo, gente que ha sufrido la muerte de seres queridos ha podido cambiar de la noche a la mañana su tabla de valores con tal de que tener trabajo no suponga no tener vida. Saben que afuera hay economías sumergidas, subsidios del Estado y vericuetos marginales para sobrevivir sin tomar pastillas contra el insomnio. Los más jóvenes pasan a currar en tareas insospechadas, se afilian a ONG, crean nichos de trabajo en las redes, producen podcasts y terminan siendo emprendedores creativos de marcas de nueva inspiración. Antes se decía que burro cargado busca camino.

Sucede algo curioso con el teletrabajo, que ahora Portugal (el país más vacunado del mundo) va a imponer tras Año Nuevo. En España ha pasado del 11,2% al 8%, pese a estar regulado por ley desde septiembre de 2020. Esto no es Holanda, Finlandia o Luxemburgo, donde el trabajo en remoto gozaba ya de cierto predicamento. Nosotros somos un periódico hecho en la nube del teletrabajo y no tenemos queja.

Hace unas cuantas décadas yo elegí el camino de la Gran Dimisión, y me hice autónomo, para trabajar sin jefes ni horarios. Nos alentaba aquella consigna de comprar tiempo. Los más decididos se tomaban un año sabático. Me equivoqué en la dosificación del tiempo libre, a tal punto que el pluriempleo me absorbió por completo. Cuando regresé a la relación contractual en la prensa escrita, respiré por los impuestos que soportaba a cambio de ser freelance. Pero siempre he sabido que mi decisión de emanciparme del sistema para ser libre era buena. Erré al no poner límites a la pasión por el teletrabajo: no hay peor patrón que uno mismo. Ahora estas señales de liberación laboral son síntomas del estrés postraumático por la masacre de la pandemia. Ver crecer a tus hijos y cultivar los afectos de parejas y amigos son aspiraciones que acaban de ascender en la escala de valores. Ahora el trabajo ha de ir con incentivos al encuentro del trabajador o este se buscará la vida.

Venimos de costumbres que han quedado obsoletas, como quizá esta. Pero hay otras, como la de conversar. Los mileniales ya no llaman por teléfono, evitan charlar con sus semejantes porque les produce ansiedad y resuelven el trámite enviándose audios por wasap. Antes fue el tuit, que ya era un homenaje al lacónico Augusto Monterroso, cuyo centenario es inminente, al final de este año, que se ha pasado volando en un tiempo tan breve como los cuentos de aquel guatemalteco, cuya síntesis genial podríamos parafrasear, al hilo de estas mutaciones: “Cuando despertó, el virus todavía estaba allí”.

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