¿Qué impacto tendría una bomba H que cayera sobre Madrid?, se preguntaba hace unos días un titular periodístico. Otro nos tranquilizaba asegurando que España se encuentra fuera del alcance de gran parte de los misiles rusos, y un tercero identificaba los búnkeres a prueba de radiaciones existentes en el país. El miedo nuclear ha vuelto por sus fueros.
Su origen se remonta a agosto de 1945, cuando Hiroshima y Nagasaki fueron volatilizadas por la energía encerrada en el núcleo atómico. Y se disparó en 1949, cuando los soviéticos detonaron en Kazajstán su bomba A y se abrió la perspectiva de un conflicto nuclear. Pero EE UU, en vez de proponer un desarme al Kremlin, diseñaron la más devastadora bomba H. Poco tardaron los soviéticos en hacer lo propio, y se vislumbró, por primera vez en la historia, la posible extinción de la vida en la Tierra.
Antes se había temido a la peste, a las invasiones, a los desastres naturales, a las brujas… Pero el miedo nuclear se diferenció al plantear “que la destrucción potencial del planeta, su escenario apocalíptico, sea posible por la tecnología desarrollada por la humanidad”, declara a SINC Marta Rodríguez Fouz, profesora de Sociología de la Universidad Pública de Navarra. A ello se añade “la evidencia de que una destrucción nuclear, incluso localizada en un espacio concreto, tiene una duración que rebasa nuestra escala temporal, comprometiendo la supervivencia de generaciones futuras”.
La doble cara del miedo nuclear
En 1945 se declaró inaugurada la era atómica. El programa de relaciones públicas Átomos por la Paz aseguró que la radiación nos daría energía barata e inagotable, curaría el cáncer, abriría canales, fertilizaría las plantas, calentaría los hogares, impulsaría naves espaciales… Se inventaban cócteles atómicos y The Commodores embelesaban a sus seguidores con la canción Uranio. El átomo enseñaba su faz radiante.
Pero no tardó en revelar su lado oscuro: cuando llovieron las partículas liberadas por los test nucleares, y se detectó plutonio en los huesos de los niños, las madres clamaron contra la contaminación universal. Que la radiación fuera invisible, tóxica y prácticamente imparable aumentó la consternación.
Tampoco ayudó que el futurólogo Herman Kahn advirtiese que, tras un intercambio de misiles, entre diez y varios centenares de millones de personas se tornarían cenizas. Como el dios Jano, el átomo poseía una naturaleza dual: una cara presentaba un conjunto de maravillas y la otra mostraba las horrendas quemaduras causadas por su energía.
El pánico tuvo su epicentro en EE UU. En las escuelas se adiestró a los niños a protegerse de la hecatombe agachándose debajo de sus pupitres y tapándose la cabeza con las manos. La incapacidad del estado para construir búnkeres para todos desató el sálvese quien pueda y los dueños de chalés cavaron refugios familiares en sus patios traseros. Documentales como Atomic Café reflejan la locura bipolar de aquellos años.
No casualmente, se reactivó el tópico del sabio loco, esta vez encarnado en los físicos, retratados como cerebros abominables, conocedores de los arcanos de la materia y sin la más mínima responsabilidad moral.
Pero había científicos que no tenían nada de locos y en EE UU publicaron The Bulletin of the Atomic Scientists, en cuya portada figuraba el icónico reloj del fin del mundo. Marcando los segundos que faltan para la medianoche –la destrucción total de la humanidad–, sus manecillas servirían en lo sucesivo como el barómetro de la inminencia de la guerra nuclear global.