Es el rey de A Coruña. Su historia es de las que pondría las plumas de gallina a Gilito McPato y haría que Robert Kiyosaki se lanzase a escribir una novela. Un día, cuando tenía 10 años, Álvaro Domínguez Loureiro (Ponteceso, A Coruña, 1997) se fue a dormir con la noticia de que su padre había muerto súbitamente. Llegaban nuevos tiempos donde tocaba cambiar aquellas verbenas en que cargaba monedas en los bolsillos como para invitar a toda la cuadrilla, por otras en las que pasaba a servirles desde el otro lado de la barra. 14 años más tarde, una mañana, como si todo hubiera sido un sueño intranquilo, Álvaro se despertó convertido en un personaje de Glengarry Glen Ross a la galleguiña: en su lista de propiedades cuenta ya un centenar de viviendas en A Coruña. Y subiendo.
«El negocio era próspero hasta que fallece mi padre. Mi madre era funcionaria, policía local, y se quedó viuda con dos hijos de 10, yo, y mi hermano de 13 años. Intentó gestionar la empresa durante dos años, pero al final decidió cerrarla. La liquidación costó más de 200.000 euros, todo el dinero que teníamos ahorrado y, además, tuvimos que pedir préstamos, hipotecas…», recuerda Álvaro en conversación con EL ESPAÑOL. La época en que ocurrió todo, 2008, tampoco es la que uno elegiría para tener que afrontar una crisis de este calado.
La adolescencia la pasó entre llamadas a los bancos (tiene guardada la cartilla del banco de entonces, «con más números rojos que negros», como el Tío Gilito conservaba con veneración la primera moneda de 10 centavos que ganó), trabajos en hostelería por tres euros la hora y gestiones de venta de propiedades. Un Jordan Belfort en miniatura, obligado con 15 años a colocarse el sombrero ‘Stetson’, las chaparreras y las botas a lo John Wayne: «Tomé las riendas del asunto».
«El miedo mata la mente», se decía Paul Atreides en Dune, una sensación familiar para Álvaro, que paraliza tanto como impulsa: «Todo lo hago desde el miedo. Yo no quiero volver a pasarlo mal financieramente y he buscado la fórmula para que el dinero trabaje para mí, en vez de que sea al revés». ¿Que cómo se hizo este gallego rico en cuatro años? Por el miedo, aunque no exclusivamente.
A falta de apenas dos semanas para que cumpla los 25, el recuerdo de aquella época ha forjado la manera de ser de Álvaro. Se arruinó con una empresa de YouTube y resucitó con otra, también de YouTube. Ahora gana millones gracias al negocio inmobiliario, con meses de 1.000 euros la hora, y apunta a influencer de inversiones en Instagram. Todo en apenas cuatro años.
—¿Cómo ha crecido tanto su empresa en tan poco tiempo?
—Con YouTube teníamos tres empleados, así fue el crecimiento que vivimos. Tengo amigos que no crecieron tanto porque priorizaban otras cosas. El problema de las empresas son los empleados. Hemos creado personas muy débiles en la sociedad, somos una generación de cristal. No digo que haya que trabajar 18 horas al día como yo, pero la sociedad que hemos creado no es de esfuerzo. Los hijos no se enfrentan a tomar decisiones de verdad. Hay que pensar qué es lo que quieres hacer realmente en la vida. Pasarás momentos difíciles económicamente pero, si eres brillante, al final llegará. Y yo creo que todos somos brillantes en algo, pero hay que descubrirlo.
—Algunos hosteleros se quejan de eso mismo. Dicen que no encuentran camareros porque la gente prefiere vivir del cuento. Usted sabe lo que es trabajar por 3 euros la hora…
—Yo cobraba 3 o 4 euros la hora, pero también es cierto que el sector ha sido partícipe de que la gente no quiera trabajar en la hostelería. La cuerda no se puede tensar tanto. Si no te dan los números, cierra el negocio. Falta gente que tenga dos dedos de frente.
La sombra familiar
De casta le viene al galgo: «Soy una reencarnación de mi bisabuelo», dice Álvaro. Su bisabuelo Joaquín llegó a Ponteceso procedente de Portugal, con una sierra mecánica bajo el brazo cuando todas en el pueblo eran manuales. Así comenzó la historia emprendedora de los Domínguez. A la sierra mecánica siguieron un «sinfín de negocios»: salas de fiestas, aserraderos de madera, centralitas de teléfono… que pasaron a sus hijos.
Al abuelo de Álvaro le tocó el aserradero, pero cerró en los años 80. Su padre, también Joaquín, estudió una carrera por mandato paterno —algo que no le sucedería a Álvaro—, pero la cabra tira al monte y sus genes le pedían montar una empresa. Nacía así Recambios Rean, dedicada a la distribución de gas industrial y recambios del automóvil.
«Mi padre estaba más involucrado con el movimiento asociativo del pueblo que con la empresa. Aun así, le iba bien hasta que fallece. Como en la mayoría de los negocios, uno no puede desaparecer de repente. Si uno no está funcionando todos los días no llega el dinero, si no hay dinero los trabajadores no cobran… es un círculo vicioso. Tengo amigos que facturan más de 20 millones de euros al año y, si quisiesen liquidar la empresa, hay tantos empleados que no les llegaría con lo que han ganado», explica Álvaro.
Como el 80% de los ingresos que tenía la familia tras la muerte de Joaquín se iban a pagar letras de hipotecas y préstamos, Álvaro entró a trabajar en un bar. «Cobraba 3 o 4 euros la hora, y a veces hice 15 horas seguidas. No me quejo, es lo normal porque yo no tenía ni idea. Estuve cuatro meses en ese local, lo que me importaba era el dinero», recuerda.
Al mismo tiempo, su hermano mayor se fue a Coruña a estudiar una carrera, «algo completamente respetable», y Álvaro se quedó como encargado de arreglar la economía familiar. Su solución fue vender el piso de Coruña de sus abuelos maternos, reformar el piso de Ponteceso y convertirlo en dos viviendas para alquiler turístico: cada uno le aporta 6.000 euros al año.