En la terraza se hablaba mucho y en voz alta, como si los clientes quisieran recuperar de golpe tantos días de silencio; las caras largas se evaporaron y se configuraron las risas en los rostros.
En la terraza de la cafetería Fórum, en los exteriores del Centro Comercial Punta Larga (Candelaria), volvió ayer a oler a café, tabaco y, a ratos, a los bocadillos de lomo que iban saliendo de la cocina. Se formaron colas de hasta una decena de clientes para conseguir alguna de las 15 mesas (la mitad de su capacidad habitual) situadas con uniformidad simétrica para garantizar la distancia de seguridad.
“Esto hoy es una locura, estamos muy contentos con la respuesta de los clientes”, comentó a este periódico José Sacramento, propietario del establecimiento, con la bandeja llena de cortados, barraquitos y pulguitas sin apenas tiempo para pararse. “Después de lo asustados que hemos estado estos días, hoy por fin parece que todo vuelve a la normalidad”, indicó, dejando a su paso una estela a aroma de café recién hecho.
Las medidas de seguridad saltaban a la vista. Además de la distribución de las mesas, no había servilleteros, los camareros atendían con mascarillas, se limpiaba con pulverizador desinfectante cada vez que se levantaba un cliente, varias botellas de gel para las manos colgaban de los soportes de los toldos y carteles bien visibles recordaban las normas a las que está obligado el local para su reapertura, así como las que deben cumplir los clientes, entre ellas la prohibición de rodar las mesas y la recomendación de untarse las manos con gel antes de sentarse.
El bullicio recordaba las grandes tardes de fútbol en las que la pantalla gigante del local se convierte en el blanco de todas las miradas de los forofos birrias, culés y madridistas entre cervezas que van y vienen. Pero ayer nadie observaba el magacín nacional que ofrecía la televisión, ni siquiera miraba el teléfono móvil.
La gente, con más gorras para protegerse del sol que mascarillas para prevenir el virus, se concentraba en grupos de cuatro, cinco y hasta seis personas (hasta 10 está permitido) y no paraba de hablar en voz alta, como si quisiera recuperar de golpe tantos días de silencio. Era la algarabía típica de un partido de Champions, pero no había ningún balón en juego. De la noche a la mañana se habían evaporado las caras largas y se configuraron las risas en los rostros, propagándose como un antivirus de una mesa a otra.
A las 11.30 de la mañana, ya se veían menos cafés y más cañas sobre las bandejas de José y sus dos camareros, que recorrían sin resuello la distancia que separa la barra de la terraza, como si de una competición contrarreloj se tratara, para atender tanta demanda. Dos clientes habituales, de avanzada edad, después de someter a uno de los empleados a un test rápido de memoria tras pedir “lo de siempre”, intercambiaban sus singulares teorías sobre el origen y la propagación del coronavirus.
“Esto es un rollo entre los chinos y los americanos que se les ha ido de las manos, no le des más vueltas”, decía uno, mientras el otro asentía y apuntaba: “No te olvides de Putin, que está callado como un zorro”, a lo que el primer analista apostillaba: “Ese es otro que hay que echarle de comer aparte. Te lo regalo”.
“AQUÍ, DESESCALANDO…”
En otra de las mesas, un cliente cuarentón tardaba en coger su móvil como si, después de la gesta de Anfield, quisiera que resonara, orgulloso, el himno del Atlético de Madrid que le avisaba de la llamada entrante. “¡Oh, qué pasó! Aquí, desescalando con una garimbita…”, respondía con sorna colchonera a su interlocutor.
Cerca del mediodía la explanada de la plaza ya había recuperado toda la vida perdida en los últimos dos meses. Ayer no había mercadillo del agricultor, como todos los sábados, pero ni falta que le hacía con el ambiente festivo reinante, incluyendo la cola de media docena de clientes de Caixabank frente al único cajero del centro comercial.
Los dos analistas internacionales ya habían dejado de destripar el expediente X de la pandemia y parecían haber vuelto a la realidad mientras no dejaban de contemplar en silencio el trasiego incesante de personas a su alrededor.
La inusual estampa en pleno estado de alarma y después de dos meses de travesía por el desierto llevó a uno de ellos a sentenciar: “Mira que lo hemos hecho bien hasta ahora, pero la vamos a cagar y nos van a mandar otra vez a todos para casa”. El otro volvió a asentir y a redondear el comentario: “Eso ya se lo dije yo a mi mujer ayer”. Lo siguiente que se escuchó en sus voces graves, casi rotas, fue: “José, la cuenta” y “¡coño, qué bueno estaba el barraquito este! Mira que me supo”.