El 19 de septiembre, mientras María barría su terraza en Breña Alta, el reloj en la cocina daba las 13:00 horas. “Le pedí a mi hijo que pusiera la mesa, que dejara el móvil. Entonces sentimos el terremoto y nos quedamos el uno frente al otro sin decir nada”.
María, desde hace 20 años vecina de Breña Alta, pasaba todos los veranos en el Valle de Aridane. Sus padres, bagañeta ella y llanense él, mantenían casi una íntima comunión con la zona oeste, “donde siempre brilla el sol, donde siempre que atravesábamos el túnel de la Cumbre el color del cielo cambiaba, donde tenían los amigos de la infancia y donde todos los fines de semana querían volver”.
María tuvo en ese momento miedo, no al temblor de la tierra bajo sus pies, sino a no volver a ver el Valle como lo había conocido, como estaba en su memoria infantil, de adolescente.
“Teníamos que llegar al Valle. Hasta le grité al niño, porque esa tarde había quedado con unos amiguitos y no quería romper sus planes”. María nos asegura que su historia, en medio de esta tragedia tiene poco valor, pero ese miedo a la pérdida de lo conocido, de los referentes de la infancia, ha sido una constante a lo largo de los últimos tres meses, un temor compartido por miles de personas y consumado en destrucción en los días sucesivos a la erupción. “Le expliqué a mi hijo muy nerviosa que no era momento para que me llevara la contraria: teníamos que llegar a Los Llanos, al mirador de Puerto Naos, recorrer Jedey y Las Manchas, bajar al Remo”. María y su hijo de 15 años hicieron el recorrido en silencio; ella cómo contenida. Relata como su hijo se burlaba: “Mamá, eres muy dramática, cómo vas a tener miedo a que el volcán se lleve algo si a lo mejor el volcán ni sale”. “Crucé la Cumbre como en un suspiro. Eran las 14:00 horas cuando pasamos por Todoque, pero nunca imaginé que sería la última vez”.
Aparcaron el coche en uno de los miradores de la carretera de Puerto Naos. Hicieron el camino de Las Norias, por la carretera de la costa. “Hacía un día precioso. Mi hijo me preguntó por qué estaba tan callada: mira bien el Valle, hijo, es posible que no veamos más este paisaje, mira todo porque igual mucho de lo que ves ya no estará más si el volcán estalla”. No había mucho más que hacer; la comida esperaba en casa, su hijo la apremiaba para volver. “En el mirador lloré; no sé por qué, quizás por miedo, por lo recuerdos, una tontería. Y regresamos a casa”. Justo al llegar ocurrió. “No sentimos nada. Aparqué el coche. Entramos en casa y pusimos la televisión y entonces lo vi, allí estaba el volcán. Nos abrazamos”.