García Márquez y los gallos

Estaba yo, de madrugada, leyendo la décima edición de Cien años de soledad de 1980, una joya de Plaza y Janés, cuando escuché cantar, en la noche de Santa Cruz, al gallo del coronel. Eran las cuatro en punto; a esta hora se hacen notar los gallos en otoño. Otro coronel, Aureliano Buendía, se hallaba, como siempre, frente al pelotón de fusilamiento, recordando la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Desaproveché la ocasión de hablar un rato con Gabo cuando otra tarde, también lejana, en Caracas, me disputó una camisa que nos gustaba a los dos en una tienda de lujo, Vogue, del CCCT, en Las Mercedes. Raquel, mi acompañante, le pidió un autógrafo sobre una edición urgente de Cien años de soledad que compré en una librería de al lado, a toda prisa. Me costó la camisa, pero salimos ganando. Qué será de aquel barrio donde me comía el lomo alto en un restaurante de unos tipos de Icod, muy pesados. Seguramente andarán de balacera en balacera, en donde antañazo había restaurantes, oficinas y centros comerciales. Cuando compraba los Rolex en Roca, me entregaban la bolsa con el estuche y el reloj en celofán para que me lo metiera en el bolsillo. ¿Cómo no me van a tener envidia los culichichis si cuento todo lo que he vivido y lo que he dilapidado? Fíjense, en la edición de Plaza y Janés que estoy leyendo, junto al nombre del escritor y al título, se añade: “Autor del otoño del patriarca”. Aprendí que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra. En Macondo no sé qué hora sería, pero los gallos habrán dejado de cantar. Quizá siga siendo la aldea de las 20 casas de barro y cañabrava, en medio de su mundo reciente.

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