tribuna

Microalgas, vertidos…¡Que venga César y lo vea!

Cuánta vehemencia habría puesto César Manrique, en pie de guerra, frente a la costa plagada de microalgas si hubiera vivido para verlo, con el ardor guerrero del que solo él era capaz, irredento y justiciero ante cualquier barbaridad o desafuero que se le cruzaran en el camino?

Cuánta vehemencia habría puesto César Manrique, en pie de guerra, frente a la costa plagada de microalgas si hubiera vivido para verlo, con el ardor guerrero del que solo él era capaz, irredento y justiciero ante cualquier barbaridad o desafuero que se le cruzaran en el camino? ¿Cuánta? ¿Cuál habría sido su discurso, su desplante, su alegato inflamado, su soflama, megáfono en ristre, ante la arrogancia de quienes retaran la insoportable verdad desde sus poltronas con reproches y mentiras contra la gente cabreada y el altavoz de unos pocos medios haciéndonos eco de las denuncias del pueblo? Habría puesto el grito en el cielo, a buen seguro, sin consentir que autoridad alguna le llevara la contraria con adornos florales para tapar las vergüenzas de las aguas fecales con nenúfares titulando la prensa amiga. César Manrique es alguien a quien echamos en falta, cuya muerte hace 25 años (mañana se cumplen) nos dejó huérfanos del líder natural de las trincheras ecologistas de las islas. Él no habría dado crédito a lo que sus ojos hubieran visto, pero mucho menos a lo que sus oídos habrían escuchado en el Parlamento de Teobaldo Power y en los parlamentos de las ondas oficialistas por boca de cargos públicos y mensajeros adocenados con cara de cemento. Se ponía como una fiera, lo llamaban basilisco, pero era dueño de sus instintos y domaba a las autoridades con argumentos incontestables. Alguien tenía que hablar alto y claro sin miedo a perder la canonjía. Alguien con aquella autoridad moral, artística, urbanística, social y política, que hacía de él un referente de la voluntad popular.

Cuando las autoridades le tomaban el pelo desafiando su lógica animal de profeta insurrecto en tierra de fuego soltaba chispas. Y entonces le hacían caso. De aquella manera de ser nació una suerte de cacicato espontáneo comúnmente asumido, que fue otorgándole galones y empoderando al conjunto de los canarios excluidos de los círculos de la Administración, como si César Manrique fuera el jefe de una tribu. Así que lo recordamos envuelto en ese misticismo de hombre bueno y colérico cuando las causas eran justas. Le temían desde el poder y él tenía el poder de hacerse respetar por los poderosos. Por eso hoy nos preguntamos qué piensa César de todo esto, en qué términos habría explotado viendo a otros lavando la imagen, borrando la caca de las algas para dar lustre a las nalgas del Gobierno. ¡Qué líderes tenemos, que no ven ni la mierda delante de sus narices! “A veces los líderes son el cementerio de la democracia”. La sentencia es lapidaria. Y de Sami Naïr, que la usó el jueves en Tenerife para abogar por los proyectos ciudadanos al margen de los nefastos dirigentes individuales, como si intuyera o supiera bien qué terreno pisaba nada más llegar para acompañarnos todo un trimestre, gracias a la feliz iniciativa de la Universidad de La Laguna, pues nos vienen en buena hora visitas como la suya para hacernos pensar.

He imaginado estos meses a César endemoniado con los vertidos y las playas inhóspitas en un verano fecal, entrando por este periódico como Pedro por su casa. Tenía hambre de causas para hacer frente a la modorra de las instituciones, y cuando se le cruzaban los cables cortaba por lo sano, armaba la de San Quintín a pie de obra, a pie de calle, a pie de playa, en pie de guerra. Lo fabuloso de aquel conejero de armas tomar es que tenía la fuerza épica de un ejército entero y ganaba las batallas poniendo el dedo en la llaga. Al pan, pan y al vino, vino. Habría sido unos de los cincomil del día 9 manifestándose por Santa Cruz en defensa de un mar limpio. Habría leído el manifiesto hasta desgañitarse y habría puesto a caer de un burro al desgobierno fanfarrón que niega los hechos. Por eso más de uno lamentamos su ausencia por fuerza mayor, era una voz necesaria. Cuando el artista más popular y consensuado de este archipiélago se bajaba del andamio y cogía el megáfono, era evidente el respaldo con que hablaba, el voto colectivo que le autorizaba a erigirse en la voz cantante de cualquier conflicto social hasta las últimas consecuencias. Tenemos las islas más hermosas del planeta -decía-, y nos las vamos a cargar nosotros mismos. Esta semana, Juan Luis Arsuaga, el paleontólogo de Atapuerca, nos ha dedicado un piropo con la rotundidad de los elogios de César: “El Teide es el lugar más bello de la Tierra”. Muchos visitantes, a veces, hablan como si lo hicieran poseídos por el espíritu de César, que se les cuela por la garganta con su dogmatismo sin complejos. Así que acaso hoy se haya convertido en nuestro fantasma imprescindible en esta movilización que acaba de iniciarse contra lo que más odiaba aquel guardián de las islas: los vertidos. César no toleraba que se tiraran papeles a la calle ni aguas sucias al mar. Nos subleva la contaminación marina porque entraña el mayor desacato de un isleño hacia su isla. Es expresión de la falta de higiene en toda isla que se debe al mar. Y no cabe aplazar más la indignación, por cuanto los vertidos son como aquellas verdades incómodas de Al Gore, que no admiten excusas. De ahí esta defensa sin atajos del medio ambiente que empezó como una fiebre de verano y se ha convertido en un malestar crónico. Arsuaga comentó también la trascendencia del concepto de sostenibilidad como una de las irrupciones de los retos humanos más recientes. Arsuaga me recordaba a César, que adelantó ideas como esa y se propuso llevarlas a cabo, bajar de la nube a la tierra y hacerse hombre y pasear con los pies descalzos, bajo el mono azul , por las orillas transparentes. ¡Cuánto le habría dolido toparse con los excrementos del mar como si tal cosa una tarde de verano de 2017 con 98 años de edad! Tenemos que limpiarnos los bajos fondos antes de que llegue César a celebrar su centenario. Canarios sin cesar, pero sin César no somos los mismos. Estábamos mal acostumbrados a su compañía preceptiva. Cuando murió, la multitud arrojaba flores en la carretera al paso de su féretro. No ha sido posible olvidarle. Este verano, la crisis de las microalgas resucitaron a César en nuestra conciencia. Y quién sabe si en verdad resucitó y nos vendrá a visitar un día de estos bajo cualquier otra apariencia.

¿Qué le habría contestado a la carta de Ashotel dirigida a este periódico para quejarse por la portada de las microalgas y los vertidos, bajo la maldición de que seríamos, en última instancia, responsables de ahuyentar al turismo? Intuyo que César les habría mandado este recado: hagan sus deberes y, en lugar de reconvenir al periodista, que cumple con su oficio, dirijan sus dardos al Gobierno para que ponga remedio al muladar en que se han convertido nuestros litorales. O, de lo contrario, sí que dejarán de venir los turistas. ¡Que venga César y lo vea!

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