Mañanas de palmas

Uno de los recuerdos que permanecen en mi mente se refiere a que me escapaba de la Casa de Ejercicios, donde los curas nos daban un repaso doctrinal a los alumnos, que provocaba siempre mi fuga. Me iba porque no soportaba que me nombraran el infierno, que lo pasa uno aquí, en este perro mundo

Uno de los recuerdos que permanecen en mi mente se refiere a que me escapaba de la Casa de Ejercicios, donde los curas nos daban un repaso doctrinal a los alumnos, que provocaba siempre mi fuga. Me iba porque no soportaba que me nombraran el infierno, que lo pasa uno aquí, en este perro mundo. Me iba, antes de desayunar, andando hasta la parada de guaguas, en la calle de Barranquillo, donde cogía un coche pirata para mi casa, en el Puerto. Era como una liberación porque los ejercicios espirituales no sirven para nada, sólo para joderte la conciencia y escuchar estupideces. Recuerdo, como imagen perenne, a los barrenderos que a las ocho de la mañana arrastraban con vigor sus escobas de palma. Todavía las usan.

Las mañanas de Santa Cruz tienen un olor muy especial, quizá a laurel y a yodo. Es un olor irrepetible que permanece en el tiempo. Casi sesenta años después me huele la ciudad igual que cuando era un niño, pero sólo a esa hora de la mañana, cuando los barrenderos remueven la basura con sus escobas de palma. Yo casi nunca salgo a las ocho de la mañana a la calle, pero si alguna vez lo hago me vienen a la memoria aquellos días de felices fugas, como si volviera a conquistar la libertad perdida, esta vez al final del tráfago de la vida. Qué curioso que esta imagen permanezca y otras no. Ahora mismo, cuando escribo, lo hago en medio del insomnio, a las cuatro y cuarto de la madrugada. Me dan ganas de salir a la calle porque dentro de un par de horas en Santa Cruz se escuchará el arrastre de las palmas. Pero me voy a quedar en casa, hace mucho viento.

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