No es justo

El domingo pasado, como tantos otros domingos, me di una vuelta por el rastro de Santa Cruz

El domingo pasado, como tantos otros domingos, me di una vuelta por el rastro de Santa Cruz. Después de comprarme unos polos falsos, hechos en China, que tienen mejor calidad que los originales, a diez euros unidad, fui a dar una vuelta por la explanada de las cosas imposibles, en el antiguo patio y bajo el laurel del cuartel de San Carlos. Expuestos en un rincón, alcancé a ver el título académico y otro diploma -de la época franquista- de un conocido empresario canario, ya fallecido, que fue concejal de Santa Cruz algunos años. Curiosamente, fue quien nos vendió el primer piso que mi familia tuvo en la capital, allá por los setenta. Me dio pena ver aquellos diplomas, enmarcados en madera de roble, de alguien que significó tanto en la empresa tinerfeña. Seguí mi camino, con las camisas de diez euros en la mano, rumbo a un taxi, porque lloviznaba. E iba pensando en lo poco que hay entre el esplendor y la gloria de aquel hombre y la humillación que significaban sus diplomas expuestos en el rastro. Yo soy muy conservador, lo guardo todo, tengo un ramalazo, aunque muy ordenado, del complejo de Diógenes. Di la vuelta y pregunté al hombre del puesto cuánto pedía por un título de profesor mercantil y otro con la concesión del Víctor de Bronce. “Si se lleva los dos, se los dejo en diez euros”, me respondió. Y los compré. Pesaban un montón a causa del grosor de la madera, pero logré llegar con ellos y las camisas a un taxi. Ahora los estoy viendo aquí, en mi casa, ya limpios, y sigo con la pena porque conocí a aquel hombre, me caía bien, era una persona seria y cabal, que trabajó toda su vida y llegó muy alto. ¿Por qué esos objetos que formaron parte de su vida acabaron en el rastro y ahora están en mi despacho? No es justo. No es nada justo.

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