El tiempo, los días de Taganana

Nos traen a este convento, pero nadie nos enseña a vivir. A hacerlo con nuestros defectos y virtudes y -ahora más que nunca- a defendernos de las habladurías

Nos traen a este convento, pero nadie nos enseña a vivir. A hacerlo con nuestros defectos y virtudes y -ahora más que nunca- a defendernos de las habladurías. Cuando tienes la edad temprana de los zagales y pastoreas con los adultos en las montañas, como yo hacía en los veranos de Taganana, y te aclimatas al tiempo en suspensión de esas cumbres, donde todo transcurre en una parada y eres parte del mannequin challenge de una distensión natural del entorno, desconoces que esa suma de momentos será recordada el resto de tu vida como la secuencia irrepetible de una etapa feliz. Nadie nos avisa de que eso pasa, de que una vez sucedido desaparece para siempre y que una de las cosas más difíciles es aprehender los instantes para regresar a ellos en la edad de la memoria. De manera que a todos nos ha tocado vivir la frustración de disfrutar sin conciencia de la hermosa vaguedad usual del tiempo. Cuando pasas por el trance efímero de la juventud reniegas de esas vivencias pausadas que te retienen en lugares paradisíacos como si fueran tributos de ocios que a veces pagamos a gusto y otras a disgusto, cuando la sangre nos altera. En esas travesías de la edad, suele urgirnos el deseo de estar siempre en otra parte, descontentos con el regalo de un silencio estático, una soledad completa y buenos alimentos de la tierra. No le damos valor al espacio en blanco de un día campestre, por esa ansiedad de quemar energías continuamente.

Cuando Proust rebuscaba en los pasajes de la infancia el beso nocturno de la madre en la cama, obraba con los hechos literarios como tropos y no como potro desbocado en los trechos de esa edad indómita. Yo, que tenía la viruela de la poesía con pantalones cortos, me recuerdo debatiéndome entre la cizalla de abrirme paso en los riscos de Taganana con las cabras revoltosas y el cuaderno donde anotaba las opiniones de las musas. Me las arreglaba conviviendo con las unas y las otras. Una cabra se desriscó y casi me mata, y había musas que me traían de cabeza. Enfermé de las palabras. Es un modo de locura que existe en la realidad, aunque pertenece al mundo de la patogenia de la mente. Y en las palabras estaba esa disyuntiva del sentido de la vida. Yo leía las infancias de los autores contagiosos de la librería de mi tío, La Prensa, y descubrí que había una vorágine del tiempo que se echa de menos en la edad provecta. En la adolescencia, se puede ser culto y agreste, caminar por desfiladeros y escribir con el pensamiento en las nubes, tener los pies en la tierra y soñar todo el tiempo… ¿Se es feliz más allá de entonces? Ahí quedaron mis días mejores, sin duda, entre esas crestas y laderas. Los vecinos de Anaga tenían -y ojalá sigan teniendo- un ritmo circadiano peculiar, basado en sus hábitos cotidianos de horas preferidas de madrugar, en el estilo de estrenar el día campo a través, de sortear los precipicios como si tal cosa, de echarse la tarde, acabar en la plaza y jugar al dominó con los vasos de vino escuchando la conversación…, el secreto de dejar que la noche cierre la función y los animales nos despierten. Vivir en la trastienda rural de Anaga largas temporadas vacacionales y compartir los fines de semana la doble nacionalidad santacrucera, me hizo distinto a los demás pibes del barrio. Cuando alcanzo, por fin, la edad para añorar los recuerdos bucólicos de Taganana, comprendo que aprender a vivir no es ninguna broma, que a esa enseñanza habría que dedicarle una disciplina entera, porque corremos el riesgo de acabar nuestros días sin haber hecho la tarea de un modo adecuado.

En las cartas de Rilke a un joven poeta alaba la tristeza como una conquista que, una vez pasa de largo, produce nostalgia. El poeta de Praga me sugiere emociones guardadas de un ámbito de montañas y rudos hogares cordiales en los que fui feliz. Rilke le aconseja a Franz Xaver Kappus -el joven poeta que recabó sus consejos- que se deleite en la soledad y melancolía que padece, para cuando no las tenga ni necesite. En la infancia intimista que saboreé en Taganana nadie me puso en contacto con Rilke, y lo hubiera agradecido. La infancia es un paisaje u otro, una mismidad que nos acompaña a donde vamos. Los niños que aprenden solos a vivir llegan antes a su destino, y el resto es pura nostalgia. O sea que viví intensamente en mis adentros cuando tenía pocos años y este que soy es un analfabeto funcional de la vida de sesentón. Ahora leo a Whitman , y cuando agoto sus hojas de hierba, leo sus cartas de corresponsal y enfermero voluntario de la guerra civil. Pero el mundo da vueltas, y apenas reparamos en que somos tripulantes de una nave que circula alrededor del sol cada año. Ahora mismo he escrito esto, porque he vuelto al origen del viaje, a los días primeros, en la vecina y remota añoranza de las montañas de Anaga, donde seguramente fui un ángel de Rilke feliz y distendido, ajeno a los males del mundo, e ignorante de lo que me esperaba detrás de aquella muralla de silencios escarpados. Uno de los lugareños ermitaños de Taganana era Ambrosio, un personaje fenomenal, envuelto en el halo de su rostro deformado por el síndrome de Crouzon. Lo recuerdo con bastón y movimientos ancianos a una edad joven, tocando el timple y dejándose ver. Los turistas le daban unas monedas y le hacían fotografías. Él era la noticia en un pueblo apartado. El reclamo. Los niños andábamos por allí sin darle mayor importancia. Formaba parte del tiempo suspendido… Y todo encajaba bien.

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