Afrancesados

Uf, lo que se ha sufrido este tiempo con la amenaza Le Pen en Francia, en Europa…, pero también en Miami, y en África, que ahí está Canarias según se ve en el mapa, aunque la historia no diga lo mismo

Uf, lo que se ha sufrido este tiempo con la amenaza Le Pen en Francia, en Europa…, pero también en Miami, y en África, que ahí está Canarias según se ve en el mapa, aunque la historia no diga lo mismo. “¡Pero somos África, muchacho!”, me dijo Carmelo cuando nos conocimos junto al Bar Atlántico, su sitio favorito en Santa Cruz.

Algún día contaré cómo nos conocimos, si no lo he contado ya; pero esto que voy a contar pasó cuando finalmente atendí a la invitación que me hizo para que volviera a la isla. Me dijo:
-Y ahora te vas a sentar en el sitio donde la gente cree que se sentó Humboldt antes de hacer su famosa excursión al Teide y al Valle de la Orotava.

Era plausible que se sentara allí. Muchos años después de que Carmelo me hablara de ese momento en que Humboldt toma contacto con Santa Cruz tuve oportunidad de leer, en una edición me parece que inencontrable (me dijo Carmelo: “Como casi todos los libros que edita el Cabildo”), Viaje a las islas Canarias.

En esa recopilación de escritos el naturalista alemán refiere, en efecto, sus impresiones del santacrucero de entonces: metido en su tiendita, desconfiado, sin asomar el josico a la calle por temor a ser asaltado.

Y ahí, en efecto, me había sentado. Mi propósito en ese viaje, para darle sentido a tanta excursión, me lo sugirió el propio Rivero, que aunque aún no había dirigido nada ya tenía ese espíritu de organizarle la vida a la gente para que la gente hiciera lo que se le antojara.

El asunto era visitar a algunos de los personajes que habían mantenido, durante la posguerra que estaba en las postrimerías, la antorcha del cosmopolitismo que hubo en torno a la generación republicana de Eduardo Westerdahl y de Domingo Pérez Minik.

¿Quiénes son?, le pregunté. “Son los afrancesados”, me dijo Carmelo, lanzando esa risita de Duggi de la que tanto hablo aquí. “Afrancesados, je je”. Habían mantenido fidelidad al republicanismo español en su exilio interior, pero seguían siendo fieles, sobre todo, al republicanismo francés. Habían sido amigos de André Breton, que les fue a visitar, y a veces terminaban sus reuniones cantando La Marsellesa como en la película de Michael Curtiz donde están legendarios Humphrey Bogart e Ingmar Bergman. Quise conocer esa atmósfera, incitado por Carmelo y convencido por mi propio afrancesamiento. Estados Unidos no me ha quitado esa afección, así que sigo siendo tan afrancesado como los amigos que me encontré en aquella memorable escala organizada por el ahora director del DIARIO DE AVISOS.

Allí estaban, pues, Maud Westerdahl, gran mujer de ojos bellísimos y de voz potente, Eduardo, su marido, apocado junto a ella, Domingo Pérez Minik, con su inseparable amigo Juan Cruz, que entonces tenía barba y esa pedantería que tienen a veces los del Puerto, Rosita Camacho, la querida mujer de Minik, Pedro García Cabrera… Bebimos vino de La Matanza, que le había llevado Carmelo (Pérez Minik le recriminó: “¡Pero por que no nos has traído whisky! ¡Mira tú el Carmelo este, qué folklórico!”). Y cómo no, cantamos, casi borrachos, dirigidos por Minik, el himno francés, tan emocionante.

Y eso es lo que me dispongo a hacer esta noche, en honor de Francia y de aquellos afrancesados. Cantar La Marsellesa para conjurar la amenaza que el nazismo, otra vez, llevó a su alma y a sus colores.

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