Eva Millet ha escrito un libro titulado como mi columna de hoy en el que describe la conducta cuasipatológica de aquellos progenitores que sobreprotegen de tal manera a sus hijos que hacen de ellos criaturas dependientes, intolerantes a la más mínima frustración, increíblemente ocupadas y, lo más triste de todo, bastante infelices. El niño no obedece: ordena. Surge así un pequeño dictador.
En mis sesiones de coaching he observado este fenómeno cuando un padre o una madre se comportan según la creencia de que para ser buenos cabezas de familia han de resolver sistemáticamente todos los problemas de sus hijos. Esta actitud de salvadores es, en el fondo, una agresión encubierta, porque indirectamente están dando a entender que esas personitas están del todo incapacitadas para gestionar por sí mismos la solución a los pequeños conflictos a los que han de enfrentarse día sí y día también. Al criar niños y niñas así están plantando la semilla de adultos dependientes, incapaces de aceptar el fracaso como un excelente aprendizaje e incompetentes emocionalmente para gestionar sus frustraciones. Corren el riesgo de tener que buscar en la vida futura a alguien que les siga resolviendo los problemas, ya que ellos no han aprendido a hacerlo a causa de esta pauta educativa aprendida. Sólo que para entonces puede que ya sea tarde o se requiere de un esfuerzo enorme para superar tales carencias.
Según Millet, la excesiva atención a los hijos lleva a los padres a justificar cualquier equivocación de la prole enfrentándose, incluso, al resto de educadores que rodean al niño. No sólo eso: también se produce una hiperocupación de las criaturas, cuyas agendas, sobrecargadas con todo tipo de actividades, no les dejan tiempo para algo tan esencial en el desarrollo psicosocial como es el juego.
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