tribuna

La orina del periodismo

La crónica es la novela de la realidad. El autor de la frase, periodista y novelista, clava el anzuelo en el cielo de la boca de este oficio. Periodismo es ver nacer y morir todos los días y desayunar las tripas de lo que pasa al descubierto al día siguiente. Las redacciones, cubiles de ambiente espeso cuando se fumaba y eran como el sótano de un casino de pueblo clandestino, donde todos quemaban las horas en alcohol, hoy en día son lugares aseados de un orden casi indignante que comparten con las iglesias el silencio sepulcral y la falta de caos. Pero el periodismo sigue pareciéndose al boxeo –este no sin KO-, como decía García Márquez, que es el autor de la frase inicial, y aquí no se permite tirar la toalla. Un periodista es ese que salta al ring y a menudo acaba noqueado, queriendo ser Foreman o Alí, ya que nunca podrá ser Norman Mailer, el periodista que, en realidad, todos quisieran ser (autor de El combate sobre la célebre pelea, un libro de cabecera del buen reportero).

Esto nos incumbe a los dos -al lector y al que suscribe-. En medio de esta especie de calima de noticias, estas líneas vienen a corresponder al cumplido hablando de periodismo en un estación que se revela propicia por anomalía. Las redacciones de los periódicos ya no son lo que eran, cuánta verdad, lo cual no está nada mal. Una redacción es un búnker o una panadería soterrada. Tiene miga la cosa. Pero el lector guarda las distancias. Háganlo, no me digan cómo ni dónde. Umberto Eco se inventó una redacción y escribió Número cero sobre el fango en el falansterio del oficio. Hay algo de supermanes y oficinistas, como decía Manuel Vázquez Montalbán, en la cocina de esta cosa. Una suerte de Umbral y Pessoa es una buena mezcla de periodista salvaje y retraído. Y hay mucha vergüenza ajena por la deriva moral de la profesión (aquello de “no le digas a mi madre que soy periodista, ella cree que soy pianista en un burdel”). Entras en un edificio, subes unas plantas y en una vivienda corriente te encuentras una redacción moderna,como un piso franco en un inmueble inesperado de Madrid. En Miguel Yuste, donde milité, el edificio completo era El País; ahora basta con ponerle un pisito a la canallesca. Pero el viejo desaliño deja paso a un periodista finolis: era oficio de abajo arriba y ahora se mete en la cloaca el niño bien; pues ídem, mejoramos en la escala social. Que nadie piense que se curó el periodismo: conserva la neurastenia, su lado oscuro no le abandona.

Todavía las redacciones conservan un leve tufo a profesión escachada. Las malas noches y los derrubios familiares no se borran así como así. Y estamos en la boca del lobo, con los días contados, nosotros, que acabamos de sacar la edición número 44.444, tras 127 años de existencia. Nos condenan por no reírle las gracias al poder. “Dejemos que se llamen periodistas, que desahoguen sus vanidades”, sentenció Julio Camba, no sin cierta razón respecto a lo segundo. ¿Por qué es tan rebelde el periodista y cuesta tanto ahormar cuando lo hace bien? ¿Qué futuro nos queda? Parecernos a un semanario, sugería Eco, hablar de lo que podría suceder mañana, con tribunas, reportajes, investigación. No es mal porvenir el de profeta. La redacción conserva el carisma de un Parlamento y de un taxi, ese híbrido de bar y manicomio juntos, de comuna y reality show.

Un periódico es una casa de citas donde la gente se desnuda, se deja entrevistar por otro. El periodismo es un sacerdocio sin secreto de confesión. A esta gente que escribe en los periódicos le gusta ver y oír y, si puede y le dejan, tocar incluso. José María García dijo algo incontestable: “La indiferencia es el encefalograma plano del periodismo”. Somos unos curiosos desafiando los límites de la inviolable privacidad. ¿Por qué hacemos y leemos periódicos? Porque nos incomoda la realidad que nos atraviesa con su lanza, a sabiendas de que tenemos todas las de ganar: siempre nos levantamos de la mesa dejando el periódico abandonado.

Este verano el mundo nos cayó encima a plomo. Sientas al periodista a arreglar el mundo desde un escritorio, dijo alguien, y por ahí viene Trump, sabes qué vomitó Maduro esta mañana, que hay del último misil de Kim Jong-un, cuántos murieron en Barcelona, qué pasaría si un barco con nitrato de amonio explota en las aguas frente a tu casa, donde todo el verano te visitó una plaga de microalgas… El periodista se ha vuelto un Principito a salto de mata en un universo de webs. Los periodistas en el pasado tenían acotada la escena del crimen, y su pericia consistía en acudir los primeros y contarlo antes. Eran capaces de vender su alma al diablo por una buena historia, que es la madre del cordero. Gay Talese dio con la suya y se la guardó una eternidad; su caso altera el paradigma de la exclusiva, y, sin embargo, es un hallazgo fenomenal, como si el periodista se convirtiera en faraón y arqueólogo de su tumba a la vez. Enterró la historia y la exhumó mucho más tarde en un libro que burló el destino, El motel del voyeur. Ahora, vete y haz un reportaje como Talese y escóndelo si el ego te lo consiente.

Quien dijo que periodismo es literatura con prisa dijo una verdad como un templo, porque todos querrían -lo explicó como nadie Tom Wolfe- escribir el crimen de su vida como una novela, como Truman Capote en A sangre fría. Y les digo que esta isla es el infierno perfecto para tales hazañas literarias. La clave es escribir bien, nos diría Luis Álvarez Cruz. En Cien años de un periodista (Tauro Ediciones, 2004), se recoge su tête à tête con César González-Ruano, que escribía en Café Gijón o Café Teide. Álvarez Cruz le hizo la pregunta ontológica (defina la isla) al famoso periodista en el Puerto de la Cruz, con la mar brava contra los cantiles costeros: “La isla es un paraíso rodeado por una especie de infierno, lo más hermoso y dramático que he visto en mi vida”. En una foto del libro, Álvarez Cruz está junto a Hemingway en Tenerife en 1953. La isla dio siempre grandes periodistas que eran buenos todo el año. Terminaban la noche en los bares como Oscar Wilde, a quien Pío Baraja encontró en París y tenía “los bolsillos llenos de periódicos”. Oficio de cargaceras. La redacción era un antro con escupideras y el tecleteo de las máquinas de escribir. “Si no huele a orina no es una redacción”, nos dijo don Elfidio Alonso Rodríguez, que dirigió el ABC. ¿Qué queda de esos vestigios? ¿Nada? Quedan los periodistas. Talese guardó durante décadas la historia de su voyeur del motel que espiaba los encuentros sexuales de sus clientes y hasta un crimen pasional tras un falso techo. El libro le ha costado reproches y elogios al venerado periodista que consagró el significado de la primera frase de este artículo. La crónica es la novela de la realidad. Talese me recuerda a Chela y a Paco Pimentel y a Andrés Chaves, capaces de ir al infierno y volver a la redacción con los ojos inyectados en sangre a contarlo.

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