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La pell de brau

El problema catalán ya descarriló parece que de modo definitivo, si bien no de acuerdo con todos sus epónimos literarios y políticos

Hace 40 años, España enfrentó un problema soberanista más grave que el catalán, que esta semana entrante estallará como si fuera una bomba de relojería cuya cuenta regresiva es inexorable y obligará al Estado a adoptar posiciones de firmeza que ha tratado de evitar sin disimulo como si temiera un choque de trenes. En La pell de brau (La piel de toro), un poeta federalista como Salvador Espriú le dice a Sepharad (España para los judíos): “A veces es necesario y forzoso/que un hombre muera por un pueblo,/pero jamás ha de morir todo un pueblo/por un hombre solo:/recuerda siempre esto, Sepharad”.

El problema catalán ya descarriló parece que de modo definitivo, si bien no de acuerdo con todos sus epónimos literarios y políticos. Tarradellas era un estadista catalán sin Estado que integraba su visión de país en las dimensiones plurinacionales de una España democrática entera, con dos almas que la hacen irrepetible. “Vivíamos puerta con puerta y era un señor educado que no se tiraba a una piscina sin agua”, me dijo Domingo Hernández Peña, nuestro paisano trotamundos. Tarradellas habría desconcertado hoy a muchos conmilitones por no rizar el rizo ni llevar el floripondio de la CUP, pero quién sabe si habría sido el hombre capaz de imponerse a la boutade de este debate o de esta debacle que esta semana ya no tendrá vuelta atrás. Desde la muerte de Franco, el Estado no se había visto en otra semejante, ni con ETA. Pero insisto en que hace 40 años ya le vio las orejas al lobo, y lo explicaré.

Ahora hay lío, pero no hay líderes. El caso catalán era un asunto serio (la autonomía que olía a Europa cuando el resto a estepa) y se ha vuelto una ópera bufa, con sus mitos efímeros como Artur Mas o el beatle Puigdemont. Abatido Pujol, ese tótem sagrado caído en la ciénaga ya fétida de un imperio decadente, a Cataluña le faltan unos héroes de verdad para hacer su épica y su tragedia y salvar la honrilla como el humo presto. En esta fase no ha muerto aún ningún mártir por la causa, si seguimos al pie de la letra a Espriú, ni parece que esta cohorte esté dispuesta a empeñar siquiera sus bienes en la emancipación. De manera que es una guerra sin ejército, una reyerta de brazos caídos. Un farol. Toda la fuerza se les va por la boca a estos líderes de partidos de nuevo cuño, que retan a Rajoy tentándose el bolsillo no vayan a perder la pela. En la democracia española que ahora inventa qué hacer -tres consejos de ministros anuncia el Gobierno para esta semana de rayos y truenos si el Parlament aprueba las leyes de desconexión-, todo el mundo ha oído hablar de Companys, que no era Pujol ni Artur Mas ni sucedáneos, sino alguien que dio la vida -tal cual Espriu- y fue de madrugada a despedirse de la plaza de Sant Jaume y la Generalitat cuando Negrín le dio aviso de evacuar Barcelona porque los nacionales le pisaban los talones. A Companys lo detuvo la Gestapo en París (Urraca se llamaba el sanguinario de vida novelada que lo capturó) y se lo entregó a Franco como un mirlo envuelto en papel de celofán. Companys se negó a que le vendaran los ojos y gritó cuando lo iban a fusilar, “Per Catalunya”.

Estos que se dicen herederos de su memoria aceleran el paso por si se les cae el chiringuito y van a la cárcel por robar; no solo buscan el indulto consiguiente, sino consignarse una prórroga cuando ya eran árboles caídos politicamente bajo las ruinas del desgobierno y la corrupción. En Cataluña hay numerosos ciudadanos afines a la independencia. Mi amigo Emilio Machado me dijo días atrás: “Me vine voluntariamente a vivir a Barcelona y encuentro que se ha vuelto un infierno”. En el mercado La Boquería que viene de ser escenario de la atrocidad de los párvulos yihadistas, uno escucha las conversaciones de los comensales de paso, y el taxista se despacha a gusto antes de la Diada como si ya viviera en un estado de derecho en su prehistórico Ampurdán. Aquel gran prosista ampurdanés nada sospechoso -de separatista- llamado Josep Pla elevó el discurso de la cosa en un catalán impecable que orillaba el Nobel como Espriu -cada cual en su butaca-, pero la independencia no entraba en sus cálculos. Era una de las mejores cabezas periodísticas de Cataluña, de España y Europa, cuya próstata política era ciega: se acostaba con una espía de Franco y solo amaba viajar de corresponsal por el mundo. ¡Cataluña se le quedaba corta! El idioma, no. A salvo de su origen pueblerino, era cosmopolita gracias a Cambó, un mecenas catalanista y de derechas que se pasaba la vida en un yate en el Adriático. Pla entró en Barcelona en las tropas franquistas acompañando al abuelo de José María Aznar, al punto de que fue durante unos meses subdirector de La Vanguardia, que dirigía Manuel Aznar Zubigaray. Ni Pla, ni Dalí, otro ampurdanés, habrían abrazado el despeñamiento catalán actual. Ni que decir Espriú, a lo sumo en su mítico territorio independiente de Sinera, “quina petita pàtria,/encercla el cementiri!/Aquesta mar, Sinera…”. Era un poeta excelso de fines de semana que trabajó de abogado en una notaría y se pasó la vida metido en su mundo societario y mercantil, durmiendo en camas de parientes muertos; era antifranquista y federalista.

¿Y ahora qué? Salvo que un historiador como Oriol Junqueras ponga orden in extremis en el pandemónium -como nos confesaban en Tenerife el exministro de Exteriores García-Margallo y la presidenta del Congreso, Ana Pastor-, nos aguarda uno de los tramos más peligrosos de esta autopista del Estado de las Autonomías y del Estado en sí, días de cólera y cimitarra, ajenos a la genuina yihad. Desconocemos si el Estado enviará los tanques de la Constitución y saltarán las urnas por los aires.

En 1978 -hace casi 40 años, como decía-, en la puerta de su casa, dos sicarios acuchillaron a Antonio Cubillo en Argel. Se disponía a viajar a Nueva York con el secretario general de la OUA para reclamar ante la ONU la descolonización de Canarias antes de 2010. Fue un atentado de Estado. Quedó parapléjico y cobró la indemnización. El presidente del PNC, Juan Manuel García Ramos, me recordó que a otro canario, Secundino Delgado, el Estado lo indemnizó económicamente como víctima de represión. El presidente del PNV, Andoni Ortuzar, mostró en Tenerife, en febrero, cierta envidia por no contar con los argumentos históricos y geográficos de Canarias. A Cataluña le pasa otro tanto. Consta en la historia que Cubillo fue el que llevó el desafío más lejos: hasta la ONU y estuvo a punto de hacer ciertos los versos de Espriú ( “a veces es necesario y forzoso/que un hombre muera por un pueblo”). Quedan algunas lecciones de aquello. El Estado nunca está legitimado para extralimitarse en el uso de la fuerza. Y Cataluña haría bien bajando de la nube. Como habría hecho el propio Tarradellas, que trajo la quimera del exilio, “Ciutadans de Catalunya: Ja soc aquí”, para que todos los ciudadanos que allí residían, y no solo los catalanes de origen, pudieran vivir libres dentro de ella.

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