por qué no me callo

La tía Carmita

Mi tía Carmita no era una mujer de letras; estaba casada con un librero, pero no leía libros

Mi tía Carmita no era una mujer de letras; estaba casada con un librero, pero no leía libros. Había sido, como las hermanas, educada en las labores del hogar y el oficio de costurera, que me parece que tampoco fuera lo suyo. Saludaba a las plantas, aprehendida de olores en la azotea, y hacía encaje de bolillos para que les diera el sol adecuado, con el mimo de quien no trajo hijos al mundo. Poca mano culinaria, no acertaba con la dosis de sal en las sopas que almorzábamos sin rechistar con mi tío Paquito, que era el librero y se leía todos los libros que caían en sus manos.

Formaban una pareja de disímiles. Tan ajeno el uno al otro en gustos y preferencias, pasaron la vida juntos hasta que la muerte los acabó separando sin querer evitar que ninguno de los dos se quedara solo. Un matrimonio sin descendencia se deja llevar por la corriente, libre de ataduras domésticas, hasta que termina varado en la orilla con los achaques de salud y el implacable azote de la edad. Mi tía era fuerte y de hecho ha vivido 93 años. Sobrevivió al marido librero y desmintió los cánones: él, que se bebió una biblioteca entera, terminó padeciendo alzhéimer; ella, en cambio, si acaso lectora pasiva como las mujeres de maridos fumadores, no se dejó picar por ese aguijón y nunca se desmemorió. Con los ojos cerrados, exhausta y ciega, recordaba por la voz la identidad de su hermana menor y se adornaba con recuerdos precisos que dieran coherencia a sus palabras. Carmita había sido, como Paquito, jacarandosa y, por tanto, carnavalera. Mi tío tenía buen timbre de barítono del Tronco Verde; ella seguramente se enamoró de su voz, como tantos idilios de la época, contraídos gracias a la radio y las rondallas. Solamente se le reconocía -en las fotos del álbum familiar- una debilidad: lucir el talle sin medias tintas, vestir para que los hombres la miraran, y así ejercía una suerte políticamente incorrecta de feminismo machista, pues tenía carácter y no toleraba que nadie se le propasara.

En el ocaso de un matrimonio seguramente feliz, perdió los estribos de su vida. Ya sin el apoyo de mi tío enfermo, acogido por el padre Antonio en una fase terminal, Carmita saltaba a la calle, casi sin autonomía física, y obligaba a parientes y familiares a seguirle el rastro antes de que se hiciera de noche. Su casa era una fortaleza inexpugnable que con mis hermanos frecuentaba de niño aficionándome a los libros de mi tío Paquito y las sopas saladas de mi tía Carmita. En aquella casa se oía música clásica y se leía a los clásicos. Era un sitio culto. Mi tío nos decía: “¡Vayan al teatro aunque se duerman!”. Entre aquellas paredes se habían escrito dos libros de cierta relevancia: El antiguo Santa Cruz y Anales del Teatro en Tenerife, de Francisco Martínez Viera, el fundador de la librería La Prensa (Calle del Castillo esquina a Suárez Guerra), que heredó su hijo. Era un hombre bajo y enjuto que parecía firme y conciliador, a la vez. Fue alcalde de Santa Cruz y masón. Mi tía lo cuidó desde que se casó con el hijo; en la habitación de Viera había documentos importantes, libros singulares y manuscritos, o los recortes de sus críticas teatrales del Guimerá y sus crónicas santacruceras en La Tarde, el periódico que ayudó a promover con fines claramente políticos.

En ese ambiente de aislamiento progresista, que hacía de la casa de San Martín y la librería de la calle del Castillo dos refugios contestatarios, mi tía se desenvolvía con dominio de sí misma. Eran célebres sus prontos. La tía Carmita tenía siempre a mano un espantón. Ahora se nos ha ido como una de sus flores marchitas, tierna y apaisada, casi como una hoja de papel. El diácono apretó un botón y ascendió el ataúd, que me trajo recuerdos precedentes de mi madre. Uno se empeña en querer creer que los hermanos -Carmita, Zaida, Juanito- se han reunido. Y Olga dice quitándose presión que por ella que esperen. La familia.

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