tribuna

¿Qué margen para el diálogo?

Dónde estamos? No sólo la sociedad catalana está desgarrada. También la española. Me asombra que hasta grupos de wasap, creados por razones ajenas a la política, se desmoronan a propósito de la cuestión catalana. Los independentistas tenían que aprovechar el contexto de la crisis económica. Endosársela a España. Luego tienen prisa. No pueden arriesgarse a que la mejora de la economía tranquilice los ánimos. Y amortigüe las angustias de la gente, que es la materia prima de su estrategia.

Los Gobiernos del PP no han tenido el menor interés en bajar la temperatura de la incubadora. Además -y éste es también el caso de CiU, refundada para enterrar el saqueo al que han sometido a los catalanes-, el conflicto actual, desde sus orígenes, les proporcionaba réditos electorales en el resto de España y también de tapadera de la corrupción.
Mantener, pues, un conflicto de baja intensidad Cataluña-España convenía al PP y a CiU. Hasta que la corrupció y el 3 per cent debilitaron al pujolismo, revitalizaron a Esquerra y dieron su oportunidad a la CUP, que llevan en sus genes la radicalización del conflicto. Una Convergencia vergonzantemente refundada tuvo que sumarse al procés, que está en un callejón sin salida y puede acabar tomando -como en 1640- el rumbo que marcan “los más resueltos de sus miembros” (J. Elliot).

Mala suerte la de España: tener en ambos lados a estos interlocutores en estos momentos, activando un círculo vicioso que se ha alimentado solo. Pero en ello tiene culpa la ciudadanía de un país, España, que refrenda electoralmente a los corruptos, dándoles margen para -desde el poder- seguir labrando su impunidad. Es una de las razones de que la opinión pública de los países serios vuelva a no tomarnos en serio. Vuelta al humillante Spain is different.

-Más allá de las buenas intenciones, ¿hay margen para el diálogo? ¿Qué margen? En primer lugar, a buena parte de la opinión pública progresista -es la herencia de tantos años de dictaduras y dictablandas- la encandila automáticamente la invocación en abstracto a la democracia, a la autodeterminación de los pueblos o al derecho a decidir. Cuesta, nos cuesta, asimilar que nuestro sistema de convivencia -la España de las Autonomías- es democrático y legítimo. Y que el derecho de resistencia y derecho a la autodeterminación por la vía de los hechos y frente al poder establecido sólo han sido reconocidos en las viejas Declaraciones de Derechos o en los Pactos Internacionales contemporáneos frente a dictaduras, invasiones o colonialismos. En todo Estado democrático, como el español, fundado en una Constitución aprobada ilusionadamente en referéndum por los ciudadanos y “plebiscitada cotidianamente” durante 40 años, los derechos se ejercen de conformidad con la Ley, al socaire de la Ley. Y si la Ley se aleja de la realidad social, habrá que reformarla; pero por los procedimientos de reforma establecidos en la propia legalidad.
Lo demás es volver a la ley de la selva. Y, ya se sabe, ganan la fuerza o la astucia, pero no la razón ni la justicia. Y si hoy me sumo al quebrantamiento de la Constitución porque simpatizo con la causa, mañana no podré invocar la legalidad cuando quien se alce sea un caudillo populista o un militar golpista. Porque una Constitución no solo debe ser fuerza legal, sino moral. Y ésta se gana con el tiempo y con el respeto de todos.

Los gobernantes tienen el deber de defender la legalidad; pero se saldrán de la legalidad si su actuación es desproporcionada. El juicio de proporcionalidad es complejo y deben ser tomadas en cuenta todas las circunstancias y todos los datos. No es, por tanto, un juicio lapidario sobre las apariencias y las imágenes, por impactantes que sean. Si los gobernantes se exceden, pierden el amparo de la Ley y se colocan tan fuera de la legalidad como los “alzados”. En segundo, la negociación no puede tener como objeto “clarificar nuestro intrincado reparto competencial”; simplemente, porque no es intrincado. El Estado tiene asignadas por la Constitución las competencias imprescindibles para cumplir sus obligaciones: garantizar la unidad y la solidaridad entre los pueblos de España, así como las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de los deberes constitucionales. Igualdad de derechos que es el más importante ingrediente de la unidad de un país, más allá de los sentimientos patrióticos. Por mucho que “clarifiquemos” el reparto competencial nunca será suficiente si el objetivo último de algunos protagonistas no es consolidar una España federalista, sino desmontarla. Y en este terreno muy poco hay que negociar; porque un mayor fortalecimiento competencial de las comunidades autónomas, más allá del ya logrado, puede hacer inviable al Estado y convertirlo en un Estado fallido. No hay ni un solo federalismo contemporáneo que esté siguiendo la vía de deconstrucción a la que la presión de los nacionalistas sobre Gobiernos estatales minoritarios ha sometido a la España autonómica desde hace muchas legislaturas. Todo lo contrario: el fortalecimiento paulatino de las autoridades federales ha sido la tendencia de los federalismos realmente existentes, especialmente desde el nacimiento del Estado de bienestar hoy asediado.
La financiación de la España autonómica -por tanto del Estado, comunidades autónomas (y de las entidades locales)-, de la que al final depende todo, debe ser el terreno de una negociación que será ardua técnicamente; pero mucho más, políticamente. El reconocimiento constitucional a Euskadi y Navarra del sistema de concierto y convenio es un grave escollo. Porque, después de años de negociaciones bajo la presión de ETA, ambas comunidades autónomas disponen de muchos más euros de gasto por habitante para dedicar a inversión o a servicios públicos, sin que sea el resultado de un mayor esfuerzo fiscal de sus ciudadanos y empresas. No es una novedad que utilizan el amplio margen que tienen, en la regulación y gestión de los tributos (incluidos el IRPF y la tributación de empresas), para estimular a su favor la deslocalización de actividades económicas en perjuicio de las comunidades autónomas vecinas.

Es evidente, por tanto, que no van a renunciar a estos regímenes excepcionales. Ni las demás comunidades autónomas, y más en tiempos de crisis, dejarán de señalar el agravio comparativo.
-¿Podría extenderse este sistema excepcional a Cataluña? ¿Y a otras comunidades? Esto convertiría al Estado, como ocurrió en algunas experiencias confederalistas, en dependiente de unos recursos en poder de las comunidades autónomas. Y la negociación y renegociación periódica de los cupos con que cada comunidad autónoma contribuirá a los gastos comunes en un calvario para las autoridades estatales. Y en oportunidades para el chantaje permanente.

En todo caso, hay que reformar un sistema de financiación que pone en manos de Euskadi y Navarra más recursos por habitante, sin el consiguiente esfuerzo fiscal de sus contribuyentes, y que llega a proporcionar a comunidades autónomas que son beneficiarias netas de la solidaridad más recursos por habitante que las que realizan el esfuerzo solidario.
-¿Estará el margen de negociación en los símbolos? La Constitución está llena de conceptos preñados de ideología y, por tanto, de difícil interpretación jurídica y de potencial conflictividad política. Podría haberse hablado simplemente de España, de su unidad y de su diversidad, y del derecho a la autonomía y el deber de solidaridad de sus comunidades territoriales. Pero las Cortes Constituyentes ni eran un laboratorio aséptico, ni podían deshacerse de los fantasmas del pasado, ni de las angustias, ilusiones y ensoñaciones de muchos de sus protagonistas.
Reconocer a Cataluña la condición y la simbología de nación no debería tener graves inconvenientes jurídicos ni políticos si implicara, al tiempo, un compromiso de lealtad de la sociedad catalana a la existencia y a la unidad de España como comunidad política. Sin embargo, es tan previsible que los sectores que propugnan la independencia de Cataluña no renuncien a sus aspiraciones, como que conviertan su reconocimiento como Nació para redoblar sus reivindicaciones soberanistas. En consecuencia, poco margen. Y es bueno saberlo, para no convertir la voluntad de diálogo en una huida hacia adelante que, a la larga, genere frustración y desemboque en un nuevo conflicto.

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