domingo cristiano

Ha muerto mi madre

He experimentado esta semana la devastación que deja a su paso la muerte. Mi madre ha muerto de forma repentina, sin tiempo para despedidas ni preámbulos que me permitieran ir acomodando el alma a su ausencia.

He padecido la muerte de mi madre como si me dieran un machetazo a traición por la espalda en un momento de soberana tranquilidad. De repente, se abrió el suelo sobre el que pisaba, que tan sólido me había parecido siempre. Y me quedé sin ganas de respirar, como si quisiera compartir por un rato con ella el hielo que arrasó sus pulmones.

De pronto, me dolía pensar. No pensar en ella, sino pensar en general. Pensar es vivir, pues pensando es cómo la mente se va adelantando al instante que está por llegar para darle sentido. Y en ese momento yo prefería no sentir, no buscar nada. Sin que yo sepa cómo, todo lo bueno, lo bello y lo verdadero del mundo se convirtió en nada. No es que renegara de la huella de Dios en esta Tierra; es que, en un instante, desapareció la tierra que siempre estuvo bajo mis pies y no encontraba ya nada que amar.

Ni he perdido la fe ni tengo una crisis de confianza en Dios. Qué va. No va de eso mi experiencia, sino de desolación, de haber probado una devastación que me ha dejado inconsolable, perplejo ante un tipo de dolor que no conocía. Yo, que a diario intento ayudar a otros a interpretar sus sufrimientos, de pronto me vi… no sé qué palabra utilizar para explicarlo, tendría que inventarla.

En medio de tantos consuelos vacíos que se escuchan en los duelos, siempre de agradecer y siempre bienintencionados, me citó Dios en el silencio para experimentar la hondura de la vida de mi madre y de todas las madres y de todos los seres humanos. Fue allí, sumergido en la catástrofe que me rondaba, donde Dios me hizo respirar de nuevo.

Porque no es verdad que “es ley de vida” ni que “hay que resignarse”. Yo he comprendido que la única ley que hay en la vida es vivir, contra vientos recios y noches interminables si es preciso. Pero vivir. Eso lo aprendí de mi madre, que se abría paso entre las olas en medio de tempestades. Y también me enseñó ella que resignarse era como sentarse en la sala de espera del fracaso. No se trata de estrellarse adrede contra una pared, sino de participar de la sabiduría de la gota de agua, que con su constante presencia termina haciendo un hueco en la roca.

Creo que no experimentaré en mi vida un dolor tan extraño, tan singular, como el que padezco por la muerte de mi madre. Y también sé que nunca podré agradecer suficientemente a Dios lo que él sembró en mí a través de ella. Pero este artículo no va sobre María, mi madre, sino sobre la trampa que nos tiende la muerte, que es hija del pecado, intentando confundirnos, hacernos creer que el desgarro que experimentamos ante una ausencia que parece definitiva certifica el fracaso de todo lo humano, de lo inútil que es esperar en Dios.

Falso. Precisamente tanto dolor, un dolor tan limpio, es la prueba de que estamos hechos de amor, la materia prima con que se nos fabricó, y que es una de las más hermosas maneras de nombrar a Dios. No hay poesía ni belleza en la muerte, pero sí es una ocasión como no hay otra para celebrar la vida, para tocar con las manos su consistencia. Para tocar a Dios, para eso me ayudó la muerte de mi madre.

TE PUEDE INTERESAR