Ah, pero ¿vas a salir?

Puede que olvidada, sí, pero también posiblemente escondida entre el iPad y la chaqueta, la maraca que encontró el lunes dibujó una señal, un síntoma que cuando anoche terminó de encajar las pistas recordó con especial nitidez. Una maraca que aparece bajo la cama o detrás del sillón, en marzo o abril es un eco, un despiste, un recuerdo; poco más, solo eso. En febrero la cosa es diferente. Tropezarse con una maraca estos días no es un eco, es un augurio; no es un despiste, es una bengala; no es un recuerdo, es una profecía. Una maraca a la vista, a pocas noches de la cabalgata, es un anuncio en el boletín oficial de la comunidad familiar. Claro que no es lo mismo escondida que olvidada o conscientemente colocada para que se vea. Si se esconde, malo. Si se olvida, peor. Y si se deja para que la encuentren, así, como queriendo sin quererlo, entonces es que va a salir y no lo ha dicho, que prefiere que se lo pregunten. Una maraca en la entrada, junto a las cosas del trabajo, es al carnaval lo que el significado a su significante, la forma a su fondo, el continente al contenido. Ron blanco y en botella; ya se sabe, está claro. No quedó ahí. El rastro fue a más. Que la puerta del altillo lleve días a medio abrir no es un dato en absoluto irrelevante. Qué va. Los altillos tienen su propia personalidad, su carácter, y sus secretos; pero no saben abrirse solos, alguien debe ayudarlos. Si está abierto es porque lo abrió, y si lo abrió no ha sido para airearlo. En marzo o abril un altillo abierto es un altillo mal cerrado. Encontrárselo abierto estos días no es una causalidad, es una confesión; no es un problema con la cerradura, es una prueba, un contexto, una afirmación, una decisión, una cuenta atrás, una peluca, un traje de hace cuatro años, una intención. Una maraca junto al iPad o un altillo abierto es la antesala de una conversación necesaria, inevitable y, sobre todo, inaplazable. Ah, pero, ¿vas a salir? Así, a secas, o en su versión completa: ah, como no me habías dicho nada.