en la frontera

Poder y corrupción

Como dice un proverbio chino, el poder es el mayor enemigo de su dueño. El poder permite hacer grandes cosas por la colectividad pues, como sentenció Shakespeare, “los hombres poderosos tienen manos que alcanzan lejos”. En efecto, el poder encierra una gran capacidad para mejorar la parcela de la realidad sobre la que se realiza. Al mismo tiempo, la historia nos enseña lo fácil y relativamente sencillo que es utilizar el poder sin moderación, sin equilibrio, sin sensibilidad social, sencillamente para conservar y mantener el poder como sea. Decía Pitaco con sabiduría “¿queréis conocer a un hombre?: revestidle de poder”. Qué gran verdad. Cuántas personas se transforman al segundo día de haber asumido el poder. Por eso es menester tener las ideas bien claras y un firme compromiso de servicio público. De lo contrario, se cumplirá lo que enseñaba el viejo Herodoto: “Dad poder al hombre más virtuoso que exista, pronto le veréis cambiar de actitud”. Es decir, el poder sin moderación, sin temple, sin talento, conduce inexorablemente al abuso y a la tiranía; en todo caso, a la consolidación de hábitos autoritarios hoy bien presentes, en cantidad y calidad, a pesar de vivir en un régimen político de pesos y contrapesos que preconiza, qué ironía, la fragmentación y la limitación del poder como regla general.

No debe extrañar al que accede al poder experimentar la fuerza que envuelve su ejercicio. Ahora bien, “quien todo lo puede, todo debe temer” (Corneille). Por eso, no está de más tener una cierta actitud de respeto al poder y saber distanciarse de él con sentido común. Porque una dependencia excesiva del poder conduce al autismo, al aislamiento en contemplación del yo que manda, con la consiguiente ruptura de determinados vínculos, y se torna en una actividad obsesiva, en una enfermedad: la adicción. Una enfermedad que aqueja a muchas personas que no saben prescindir del poder y que cuando les falta, quedan sumidas en una profunda depresión, en el vacío más completo. ¿Por qué? Porque, sencillamente, el poder se convirtió en fin, lo que es sólo un medio para el bien de todos. Por otra parte, una duración excesiva de los cargos perjudica a la sociedad.

Como escribió acertadamente Montesquieu, “el hombre está siempre más ávido de poder a medida que lo tiene más tiempo”. Es decir, quien tiene una visión instrumental del poder, quien sueña con tener más poder, quien sólo vive para acrecentarlo y exhibirlo con ocasión o sin ella, traiciona gravemente las legítimas expectativas de los ciudadanos y puede llegar a olvidarse de los grandes bienes que se pueden conseguir a través de un recto y ordenado ejercicio del poder. “No hay que fiarse nunca de un poder demasiado grande” (Tácito), y no es mal asunto desconfiar del poder y siempre preguntarse, ¿esta decisión a quién beneficia, a la comunidad o a quien ejerce la potestad? En este sentido, son bien famosas las palabras de Lord Acton de su carta al obispo Creighton el 5 de abril de 1887: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Una de dos, el poder, o se usa para alcanzar el bien general de los ciudadanos, o se usa, más o menos disimuladamente, para el propio bienestar o el de la familia o grupo de que se trate.

Sí, la corrupción es, sencillamente, la desnaturalización del poder, utilizar el poder al margen de su fin propio: servir con objetividad a los intereses generales: para ganar dinero, para dominar a las personas, para excluir, etc. Hoy, como sabemos, la corrupción está muy presente, demasiado, tanto en la política como en la empresa, en la universidad, en la familia, en la vida social y cultural. Desterrarla no es difícil, simplemente hace falta un compromiso sostenido en el tiempo, en cuya virtud el poder debe ser en todo momento y circunstancia un magnífico medio para la mejora de las condiciones de vida de las personas. Algo de lo que mucho se habla y se escribe, pero que poco se practica. Ni más ni menos.

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