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Berlín, una crónica

Hasta un cierto punto, no parece una ciudad alemana, pues el abandono de ciertas plazas y parques, la suciedad de algunas calles, la ausencia de pasos de
cebra, ciertos aromas cloacales que se filtran desde los suelos, remiten a otros modos de vida o de abandono. Pero hasta allí lo que uno podría echar en falta o
criticar, pues lo que sorprende desde todos los ángulos de donde se mire, es que es una ciudad que experimenta consigo misma, ad infinitum, recreando sus
múltiples formas o reinterpretando sus variados fondos. Ráfagas seculares la atraviesan de este a oeste para mostrar, por supuesto, todo un entramado de
iglesias, templos, monumentos, estatuas, bibliotecas, teatros, pero por encima de ese trazado el muy destructivo siglo XX, con su orgía de matanzas, bombas y
exterminio. Podríamos hablar de una ciudad que se reconstruye, permanentemente, con andamiajes sucesivos o mantos que forran las más variadas edificaciones. Diera la impresión de que, detrás de todo, una mente secreta rediseña la ciudad con un impulso proverbial, cuidando la convivencia de estilos arquitectónicos o la altura de las moles que se suceden. Una extraña armonía entre las diferencias más extremas hace pensar que un designio mayor
opera desde los cielos, o quizás desde la inconsciencia.

Pero la ciudad de hoy, esencialmente, la hace la gente, su gente, o los miles de turistas que la visitan: cruce de idiomas, de indumentarias, de medios de transporte, de estilos de vida, de alimentos, de costumbres. Ciudad para los ciclistas, que se apropian de todas las vías, o para los pasajeros de tranvías, cuya
red se superpone como otro mapa. Estaciones de trenes por todos lados, taxis color crema Mercedes-Benz, dos aeropuertos que no se dan abasto, autopistas
que funcionan como un tejido cardíaco, alimentando un corazón recrecido.

También los berlineses son especiales: amables, correctos, dispersos. Pueden pintarse el pelo de cualquier manera, usar cualquier tipo de falda, sentarse en el
césped de los parques. En los mercados populares puede encontrarse el mundo desmenuzado en partículas infinitas: hay gusto para todo y objetos para todos.
Ciudad cosmopolita, qué duda cabe, no tiene el poder de Londres, la estética de París o la historia ancestral de Roma, pero sí tiene el futuro, que desde
ya lo está avizorando, porque el futuro será mezcla, intercambio, superposición, crisol de lenguas y creencias, cosmovisiones compartidas. La gran ciudad ha
sobrevivido a las peores tragedias, a la desgracia, al luto que se siente en el Monumento al Holocausto, y con todos esos retazos se rehace, de manera prodigiosa, no negando nunca el dolor ni exhibiendo un sentimiento festivo, pero sí con la sobriedad de quien reconoce los errores que pesan. Todo lo hace con
sobriedad, con parsimonia, con la rectitud y la voluntad de quien nunca desmaya.

El dolor ha alimentado esta pulsión, el dolor la ha convertido en la ciudad de todos.

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