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Óscar y César, otra vez

Cuando los alemanes entraron en París, en impecable formación, recios y marciales, prietas las filas y todo eso, nuestro Óscar Domínguez se había subido a un árbol de una céntrica vía por la que transitaba la milicia y daba gritos ininteligibles en español, posiblemente cagándose en la puta madre que había parido a aquella tropa. Este lance le habría podido costar caro si alguien hubiese entendido lo que el pintor decía, pero era tal la tranca que llevaba encima que, a la habitual dificultad de Óscar para expresarse, se unía el ruido que producía el choque de las botas de los alemanes contra el asfalto y las marchas de las bandas de música germanas. Da noticia de ello González-Ruano en sus Memorias, que estoy releyendo, en un intento de copiarle el ritmo para las mías, si me animara a escribirlas. Óscar Domínguez fue muy amigo del escritor, incluso creo que éste ocupó un estudio que el pintor tenía, medio escondido, en Montparnasse. Ambos eran ácidos. De un tal Martínez Arboleda, que era un cartero con aficiones de escritor, César escribió: “Era un cartero enloquecido por la literatura y el socialismo que no acabó de digerir. Tenía un rostro abultado y un tanto cómico, narices enormes de borrachín y expresión casi tierna de padre de familia. Las extremidades más lejanas de la cabeza le olían atrozmente, como si se le hubiera podrido en ellas algún certificado”. En los tiempos de Montoro, el tufo hubiera procedido de una carta negra de Hacienda. Óscar llamaba a Picasso “don Pablo” y éste dejaba que le imitara su estilo y que firmara el cuadro con su nombre. Hay muchos por ahí. Luego se lo prohibió. César se lamentaba de que Óscar, que era el tío más divertido de París, hubiera pintado sus cuadros con colores tan tristes. Contradicciones de los artistas.

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