tribuna

Recordando II

¿Se imaginan un chaval de 16 años, más inocente de lo normal, metido en un viaje de cinco días, él solo, aunque ayudado en alguna ocasión?

¿Se imaginan un chaval de 16 años, más inocente de lo normal, metido en un viaje de cinco días, él solo, aunque ayudado en alguna ocasión? Pues sí. Hoy en día los chicos y chicas cogen un avión y se van a Londres o a Roma como yo tomaba la guagua de las cuatro para subir a Los Realejos a saludar a mi abuelo. Pero ahora nos situamos a fines de los años 40 del siglo pasado, concretamente en 1947.

Al muchacho lo embarcaron en el “Ciudad de Sevilla” barco no muy malo para la época. No mareó, dice él, aunque entonces no existía la biodramina ni el kwells. Y tras tres noches y dos días arribó a Cádiz.

Como el barco atracó a las cuatro de la tarde y el único tren para la capital salía a las dos, pues había que hacer noche en la Tacita de Plata. Búsqueda de una pensión baratita y baño en una especie de pétrea pila para lavar la ropa, situada sobre unas patas también de piedra.

Ya es de día, a comer algo por ahí para acercarse luego a la estación, no sea que pase lo del día anterior. El tren, ¡qué maravilla! El joven nunca se había montado en uno de esos artefactos. Menos mal. El traqueteo comenzó y siguió con diversas alternativas, paradas y salidas, humos que llenaban de carbonilla hasta el ombligo de nuestro aventurero y las posaderas cansadas de la dura madera del banco de segunda clase (la economía de nuestro amigo no era precisamente boyante) para finalmente alcanzar Madrid.

No sé si lo creerán, pero ya era otro día cuando se bajó en la estación de Atocha, con la cara sucia de carbonilla y mucho sueño, para saludar a una tía a la que nunca había visto y a un primo (un hijo de un hermano de su padre, no un tontorrón) que le acompañaron hasta la nueva pensión que, teóricamente, sería su domicilio un curso entero. Aunque sea adelantar acontecimientos, les diré que allí solo estuvo unos días, por lo que no peligró ni su físico ni su virtud. Lo entenderán si continúan leyendo.

Madera Baja se llamaba (se llama) la calle, en el centro de la capital, en una zona muy antigua, cerca de San Bernardo, y que tiene o tenía fama por sus casas de lenocinio.

Corría el otoño, fines de septiembre, y hacía frío en la pensión, si bien tenía calefacción central, es decir, en la sala central del piso, donde aparecía una salamandra.

El novato conocía el nombre, pero aplicado a un reptil. Ahora sabía también que existía, con el mismo nombre, un gran monstruo de hierro al que se le echaba carbón o leña, a cuyo lado se estaba calentito y que mantenía frío el resto de la casa.

Esperemos que nuestro héroe no muera congelado.

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