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Ruperta se murió de hambre

Ruperta era la elefanta del zoo de Caracas. Tenía 48 años. Hace unos días se metió en su guarida y no salió al patio de su recinto -a pesar de los 31 grados que marcaba el termómetro- para refrescarse en su piscina. Ella sabía que se estaba muriendo, pero no de vieja, sino de hambre. Había sido arrancada de la sabana africana hacía 40 años para que los niños de Caracas pudieran conocer un animal de su porte. Dicen que les sonreía. Hace tres meses, sus cuidadores, desesperados, denunciaron que sólo podían echarle 10 kilos diarios de comida cuando lo normal son 135. La muerte de Ruperta es un síntoma de la degradación de Venezuela como país. No sé si ella se habrá enterado de que también mueren niños de hambre en los suburbios de las principales ciudades de Venezuela. Dicen que cuando los celadores del zoo entraron en su jaula, Ruperta tenía surcos de lágrimas bajo sus ojos. Había muerto llorando, pero sin emitir un solo quejido. Pobre elefanta Ruperta. Algunos elefantes caen en África, abatidos por las balas de los cazadores, entre ellos alguno muy conocido nuestro. En Caracas son más sofisticados: los dejan morir de hambre. Las lágrimas de este animal me han llegado al alma. A buen seguro que aquel otro animal, Maduro, que engulle mucho más que un elefante, se muera de inanición. El alma de Ruperta está en un Cielo al que sólo van los buenos, estoy seguro. No le había hecho daño a nadie. La dejaron sola en su recinto del zoo. Estuvo días sufriendo, antes de entregarse a la muerte. Ruperta era un ser inocente, pacífico, amigable, cuya misión en la vida era arrancar sonrisas. Su calvario comenzó en 2015. Ella no sabía nada de política. Y murió llorando.

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