tribuna

Presupuestos

Los presupuestos generales del Estado son una innegable herramienta de gestión, pero no lo son tanto como el mantenerse en el poder para poderlos llevar a cabo, sean estos los que sean. Estamos ante el eterno debate entre el huevo y la gallina. En política es imprescindible alcanzar la mayoría parlamentaria para lograr desarrollar el programa que se oferta, y que para el que lo presenta es el mejor de entre todos los factibles. En este caso lo prioritario es formar gobierno, porque sin esa premisa todo lo demás sería imposible de llevar a buen puerto. Los presupuestos son una plasmación en prioridades económicas de los programas políticos y de las ideologías, y están sujetos a la coyuntura electoral; por eso se puede asegurar que cuando un grupo se ve impotente para obtener el acuerdo que conduzca a su aprobación puede considerarse que ha fracasado en su objetivo primordial.

Ninguna de estas cuestiones se puede afirmar con rotundidad que exista en el actual panorama político español. En primer lugar, porque el Gobierno no sometió su programa al refrendo de los electores, sino que lo esbozó en la presentación de una moción de censura de carácter operativo, cuyo objeto era sacar de la Moncloa a un partido condenado por corrupción y convocar elecciones a continuación; y en segundo término, debido a que los diversos grupos que apoyaron el proceso de cambio no tenían la homogeneidad suficiente para ponerse de acuerdo en propuestas programáticas, sino que estaban atados por coyunturas que nada tenían que ver con eso. Al final se ha comprobado que esas coyunturas eran las que iban a consolidar algo que hoy se nos vende como estrictamente necesario para alcanzar el bienestar. Lo cierto es que han demostrado que estaban por encima de cualquier otra consideración, porque sus intenciones eran mucho más poderosas que el tan cacareado interés general. La negativa de los independentistas a votar a favor así lo indica. Lo prioritario es la absolución de los imputados y la celebración de un referéndum de autodeterminación. Sin esa condición no habrá presupuestos. Parece lógico que quien tiene como objetivo separarse del país al que pertenece le importe bien poco que los presupuestos por los que éste se rija sean buenos o malos.

Situados en esta tesitura se anuncia que se podrá gobernar lo que queda de legislatura con la prórroga de los que están en vigor. Todo esto tira por el suelo lo planteado hasta el momento. Ni los que se habían propuesto eran tan salvadores, ni formaban parte del esqueleto estructural de una programación comprometida, y sí son, por el contrario, el continuismo de una política corrupta y desacertada. ¿Cómo se puede entender esto sin desmontar la teoría de que la legitimidad sirve para desarrollar actuaciones legítimas, y de que la más importante de estas es la coherencia con la programación que deviene de la ideología? Estamos ante el marxismo de Groucho: “estas son mis ideas, si no le gustan tengo otras”.

Ya sabemos que la política se ha convertido en un relato, que lo que penetra en la mente de los ciudadanos es una parábola bien narrada por un publicista, pero hay algo que, al final, debe materializarse, no quedarse en palabras ni en promesas decepcionantes. Este documento milagroso por el que las ofertas se convierten en realidades, esta fórmula mágica capaz de transformar la ilusión en un hecho real se llama presupuestos. Si ahora cualquier proyecto sirve para gobernar, si da igual uno que otro, es porque el relato se ha impuesto y la ficción campa por sus respetos en un mundo desnortado. Muchos conceptos tradicionales se están debilitando. Espero que entre todos no acabemos matando a la Democracia.

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