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Conversaciones en Los Limoneros: “Felipe González se ganó al Ejército durante una misa en El Goloso”

El coronel se llama Carlos Ramos Aspiroz y no espera por una pensión, que ya la tiene, al contrario que el personaje de García Márquez; ni tampoco tiene un gallo atado por la pata a la mesa del comedor, a la espera de una gran pelea
Carlos Ramos Aspiroz y Andrés Chaves, en plena sobremesa en el restaurante Los Limoneros. Fran Pallero

Bueno, en este caso el coronel sí tiene quien le escriba: yo. El coronel se llama Carlos Ramos Aspiroz y no espera por una pensión, que ya la tiene, al contrario que el personaje de García Márquez; ni tampoco tiene un gallo atado por la pata a la mesa del comedor, a la espera de una gran pelea. Al coronel de Infantería Carlos Ramos Aspiroz yo le robaba el coche, con su permiso, cuando él era capitán de cuartel en Hoya Fría y yo un simple sorchi, que le ayudaba a confeccionar una revista fantástica, Atlántida, primorosamente maquetada por Ramón Salarich, hoy un imaginero de fama.

Qué tiempos, Carlos. Me ponía su gorra y salía por el arco, la guardia creyendo que era él y saludando marcialmente al impostor. Nos hemos sentado en Los Limoneros para iniciar, desarrollar y concluir una conversación retrospectiva. Carlos tiene 84 años, pero donde hubo siempre queda. Es coronel retirado, periodista por la vieja Escuela de La Laguna -creo que de la segunda promoción-, licenciado en Ciencias de la Información, doctor en Periodismo, paracaidista, profesor de Educación Física y diplomado en Carros de Combate. Pero a mí me interesa mucho su etapa en el Cesid (hoy, CNI, Centro Nacional de Inteligencia), desarrollando labores de contrainteligencia. Y eso siendo plenamente consciente de que un agente secreto no lo cuenta nunca todo.

“Estuviste en peligro de muerte, la ETA te amenazó, pasaste meses colaborando con el Mosad vigilando al traficante de armas Al Kassar. ¿Todo eso ocurrió?”, le pregunto. “Claro que ocurrió. Fui con un compañero periodista a visitar al antiguo gudari Joseba Elósegui; me mostró caseríos vascos donde había mucha gente; los engañé, pensaban que de verdad estaba ejerciendo funciones de periodista, cuando lo que estaba era espiándolos. Al final nos descubrieron y tuve que salir por patas. Cuando mi jefe del Cesid se enteró de que yo había urdido todo eso por mi cuenta, me arrestó. Pero pasé mi informe y creo que sirvió de algo”.

Carlos no es un militar cualquiera. Ha sido condecorado “no me acuerdo con cuantas medallas, pero son bastantes”. Logró un premio Ondas por un programa en Radio Nacional, que estuvo tres lustros en antena, La hora del soldado. Y varios premios Ejército de periodismo. Hubo un tiempo en que no se le ponía nada por delante. “No recuerdo quién me metió en contrainteligencia, pero nuestra misión era vigilar a los servicios extranjeros que operaban en España. El Mosad, que era el mejor, nos ayudó mucho y nosotros a ellos”.

“Me interesa mucho lo de Al Kassar, Carlos, que creo que sigue preso en los Estados Unidos”. “Pues te cuento algo que nadie sabe: nos enteramos de que su madre había sido internada en un hospital privado de Madrid, para recibir tratamiento. Yo convencí a los médicos para que fuera yo quien la llevara a su casa todos los días, simulando ser un chófer de la clínica, porque la señora recibía asistencia ambulatoria. Buscaba información sobre su hijo. Al cabo de unos días de llevar a cabo ese transporte me llama Al Kassar personalmente y me dice: “Lo que usted quiere saber se lo diré yo mismo. Lo invito a mi casa de Marbella, nos reunimos y le cuento todo lo que quiera. Resulta que yo era el espía espiado”. “¿Y fuiste, Carlos?”, insisto. “Se lo planteé a mi jefe y me metió catorce días de arresto. Había que moverse con mucho cuidado, pero mis amigos del Mosad me pidieron colaboración y yo tenía que pagar algunos favores”.

“Cuando visité por mi cuenta el País Vasco, mi jefe se cabreó y no le faltaba razón: “Carlos, si te meten en esos caseríos es para sacarte más información ellos a ti que tú a ellos”, me reprochó”. “¿Y cuál era tu nombre en clave?”. Se queda callado unos instantes y me dice: “Roma, yo era Roma”. Es difícil que un agente secreto revele su nombre en clave, aun habiendo transcurrido tantos años. El Mosad, el poderoso servicio secreto israelita, lo condecoró. Se ve que ahí había química.

Carlos Ramos Aspiroz y Andrés Chaves, en plena sobremesa en el restaurante Los Limoneros. Fran Pallero

“En la Transición tuviste un papel importante, tengo entendido”. “Bueno, sí. Yo no ascendí a general por aceptarle al ministro Narcís Serra el cargo de jefe de prensa del Ministerio de Defensa. Nadie lo quería desempeñar y yo acepté, aunque seguía en el Cesid. Le dije a Serra: “Ministro, yo soy franquista”. Y él me respondió: “A usted le honra ser tan sincero y confesarlo; le doy el puesto”. Cuando me tocaba ascender a general, once de los doce tenientes generales que tenían que avalar mi candidatura ante el Consejo de Ministros la rechazaron por mi supuesta cercanía al PSOE. Sólo votó a favor mi amigo el general Faura. Me quedé en coronel”.

“¿Y te arrepientes de algo, Carlos?”. “Sí, de haber fingido actuar como un periodista libre en una rueda de prensa organizada por el régimen para informar sobre las últimas ejecuciones del franquismo, en septiembre de 1975, cuando condenaron a tres miembros del FRAP y a dos de ETA, con Franco agonizando prácticamente. Yo cumplía un papel, pero entonces no me sentí libre, ni siquiera yo mismo. Hice preguntas pactadas con el Ministerio del Interior y ahora eso no me gusta nada”.

Le honra también confesar todo esto a este hombre que ha tenido que sufrir algunas incomprensiones personales y militares en su vida. Fundó Recopress, una agencia de noticias, en parte ligada al Cesid. Mandó artículos excelentes e inteligentes a los mejores periódicos españoles de provincias durante la bendita Transición. Y fue testigo de algo excepcional. El Ejército, en la referida Transición, era franquista en su mayoría, “pero yo me di cuenta de cuándo Felipe González se ganó a las Fuerzas Armadas. Fue en un acto en la guarnición de El Goloso, ante 2.000 soldados. Yo le aconsejé al ministro Serra que Felipe asistiera a la misa de campaña, el día de la patrona de Infantería, el 8 de diciembre. Y así lo hizo. Entonces el Ejército comprendió que aquel hombre era un estadista. Y la relación se suavizó notablemente. Recuerdo que en la recepción posterior, Felipe se acercó a mí y me ofreció un Cohibas. Lo tuve guardado años porque su gesto me emocionó”.
Pasamos revista a algunos capitanes generales de Canarias. “¿De cuál guardas mejor recuerdo?”. “Sin duda de José Héctor Vázquez. Era un hueso, un hueso con muy mala leche. Pero le encantaban nuestros éxitos deportivos. Pusimos el deporte militar español en el mundo y esto era prestigio para nuestro Ejército. Después de ganar un Mundial de Pentathlon me regaló un Rolex, que yo le entregué a uno de mis hijos cuando acabó la carrera”.

“Tú”, Carlos, “eras un militar atípico. Tenías fuertes condicionamientos sociales”. “Mira, mi padre murió en Sama de Langreo, defendiendo un cuartel de la Guardia Civil, siendo él teniente de Asalto, cuando la revolución de Asturias. Yo tenía tres meses y mi hermano cuatro años. Y mi madre, una jovencísima viuda, falleció cuando yo tenía trece, a los 37 años. Mi hermano, que también llegó a coronel, y yo fuimos internados en un colegio de huérfanos de militares y luego pasamos a la Academia General. Yo soy de la 11ª promoción. Lo pasamos muy mal. Mi familia tenía orígenes aristocráticos, eran vascos, aunque yo nací en Oviedo. Con esos antecedentes de orfandad y de soledad, ¿cómo no iba a tener yo una conciencia social tan fuerte? En la Academia nos instruyeron en el amor al régimen y al jefe del Estado, pero yo tenía mi personalidad y mi propio criterio, aun reconociendo mi cercanía con el poder de entonces”.

Tras abandonar el servicio activo en el Cesid fue trasladado al INTA (Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial), como jefe de prensa y relaciones públicas y con responsabilidades sobre el personal. Allí desarrolló una gran función social, colaborando con Comisiones Obreras y la UGT. “Es que lo que pedían era justo y yo luché para que lo consiguieran. En el INTA conocí a mucha gente interesante y creo que hicimos una buena labor. Era un ente que realizaba investigación puntera en España”.

Pero enseguida vuelve a su madre: “Cuántos besos no nos habrá dado a mi hermano José Luis y a mí, tras morir mi padre. Cuando ella falleció se me vino el mundo encima. Me tocó un tutor inflexible, de los de entonces, pero superé todo aquello. Ella tenía 24 años cuando mataron a mi padre y 37 cuando murió”. Carlos tiene tres hijos, a los que adora, pero quizá ve poco porque no viven aquí, en la isla. Habla constantemente de ellos, con infinito cariño.

La conversación deriva en Cataluña: “Sánchez ha hecho bien en celebrar allí un Consejo de Ministros. ¿Por qué no? Los políticos deben tener como misión primordial mantener la paz social, pero Sánchez parece que a veces antepone a ella sus propios intereses. Los barones socialistas deberían intervenir. Hay políticos catalanes muy buenos. Arrimadas, por ejemplo, es una leona y media Cataluña es española”.

Y hablamos de la prensa escrita: “No muere, pero cuando yo era gerente de Tenerife Print (una empresa de rotativas que pone en circulación en Canarias diversas cabeceras) tirábamos miles y miles de ejemplares al día. Y esas cifras han bajado mucho. Yo dirigí en Madrid un periódico de barrio que lanzaba diariamente 40.000 ejemplares gratuitos. Hay que esperar, a ver dónde va a parar todo esto. El Sun, por ejemplo, llegó a lanzar 25.000 ejemplares diarios para Canarias; ahora sólo edita 4.000 y eso sale muy caro por ejemplar”.

Su vida ha estado basculando entre la milicia, la inteligencia y el periodismo. No sé con cuál se queda, no le pregunté. Su abuelo llegó a ser jefe de Seguridad de la Casa Real, un hombre muy cercano a la Reina María Cristina. Su padre fue amigo de don Juan de Borbón. Ya digo que murió durante el asedio al que fue sometido el cuartel de la Guardia Civil de Sama de Langreo, cuando la revolución de Asturias, en el 34. El jefe de aquel cuartel era un capitán, tío de Javier Nart, abogado y eurodiputado de Ciudadanos. Y tiene dos opiniones: “Una buena de España, otra distinta de algunos de sus políticos”. Pero no oculta su admiración por Felipe González, yo creo que su ídolo en materia política. “Aquello de Asturias fue la revolución de una gente muerta de hambre, armada por el Partido Comunista y engañada por unos y por otros, por sus patronos y por los propios políticos”.

“¿Y de tus jefes, Carlos, en la inteligencia española?”. “Bueno, serví con Cassinello y con Alonso Manglano, dos estrategas muy interesantes. Pero yo creo que el actual, el teniente general Félix Sanz Roldán, que por cierto me felicita todos los años en Navidad, es igualmente un militar extraordinario, que lleva muy bien el CNI, sucesor del Cesid, con muchos más medios que los que teníamos nosotros, que trabajábamos hacinados en una oficina de los alrededores de la plaza de Colón”.

Carlos es un comensal discreto. Se come el famoso cherne de Los Limoneros y bebe poco, aunque le encanta el Ribera del Duero que Mariano Ramos nos ha asignado. Yo le doy esta vez al steak tartar. “No recuerdo el coche que yo tenía en Hoya Fría y que tú me birlabas por la noche para ir a dormir a tu casa, aún en periodo de instrucción, cabrón”. “Un Renault, Carlos, un Renault muy lento, incluso para aquellos tiempos inmemoriales”. Y se echa a reír. “¿Ya no ligas?”, le pregunto -tenía fama de donjuán-. “¿Y dónde voy yo, con esta edad?”, me responde, yo creo que con cierta nostalgia. Se conserva bien físicamente y es buen amigo de sus amigos. Todavía se reúne con periodistas y militares de altísimo rango en una tertulia en la que uno de los comensales (informador de radio) me ha vetado. Un analfabeto funcional. Da igual, estoy curado de espanto.

“Desconfiaba de la izquierda cuando llegué al INTA”, insiste Carlos, “pero los sindicalistas me demostraron que eran gente decente y que lo que pedían era justo. Estuve diez años en el Cesid y creo que presté servicios importantes, hice lo que me pidieron. En esa época, España no tenía responsabilidades armadas internacionales, por lo que no entré nunca en combate, como aquellos compañeros muertos en una emboscada en Latifiya (Irak). Murieron como héroes porque eran héroes”. “Son voluntarios para vivir y para morir”, dijo Carlos Ramos Aspiroz en un artículo. Estoy seguro de que a Carlos tampoco le hubiera importado morir por España. “¡Que no me arranquen la memoria!”, tituló en cierta ocasión otro artículo, cuando retiraron la estatua de Franco de la Academia General Militar. Pero este hombre honesto lo entiende todo, aunque algunos sucesos le turben esa memoria.

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