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La voz de Georg Heym

En la pasada Feria del Libro de Santa Cruz, exactamente el 25 de mayo, se presentó para mí una de las mejores mesas de toda la semana, de título “Un viaje por los entresijos de la traducción literaria”

En la pasada Feria del Libro de Santa Cruz, exactamente el 25 de mayo, se presentó para mí una de las mejores mesas de toda la semana, de título “Un viaje por los entresijos de la traducción literaria”. Coordinada por el poeta Rafael José Díaz, quien sin duda la ideó, se escucharon brillantes intervenciones de Sandra Santana, Mario Domínguez Parra, Bruno Mesa, Aníbal Cristobo y Montserrat Armas. Es mucho lo que hoy se discute sobre la traducción literaria, ese oficio que a veces se ha querido ver como traición, pero el foro de ese día fue de gran altura, pues todos eran traductores profesionales. De las tesis, los modos, las posturas, las sensaciones, las creencias, incluso de las frustraciones, se habló con mucha propiedad, con juicio preciso, dando a entender que el oficio es muy complejo, por no decir retador, y que no hay mejor traducción que la que parece escrita desde la lengua a la que se traduce, sin vestigios de la original. Hasta la sonoridad o musicalidad de un poema, que en principio son intraducibles, logran su réplica cuando las palabras se escogen con acierto, o quizás cuando el traductor tiene la sensibilidad suficiente para hablar desde el corazón. Como balance, ese foro hablaba de una importante escuela de traducción en Canarias, cuyos inicios quizás tengan que ver con los talleres de traducción que hace algunos años mantuvo el maestro Sánchez Robayna en la Universidad de La Laguna.

De aquella tarde me quedé con la preclara intervención de Montserrat Armas, por su inteligencia y profundidad, a quien en días recientes vuelvo a encontrar gracias a su estupenda traducción de Georg Heym, poeta expresionista alemán de quien ha traducido El día eterno (Editorial Trotta, 2018). Heym fue una extrañeza en sí mismo, quizás por su muerte prematura y su obra breve. Y sin embargo, el alcance de su obra no cesa de crecer por su inmenso talento y por la madurez de su visión poética. Armas logra una traducción al castellano límpida y reposada, precisa en los vocablos y los giros, de ritmo acompasado. Se diría que el poeta está vivo, y que nos habla en otro idioma como si fuese el suyo. La Berlín de comienzos de siglo que describe Heym es única, sus visiones son singulares, como si se anticipara al horror de la Gran Guerra y subsiguientes infiernos. En el libro desfilan los hospitales, los enfermos, los cementerios, los indolentes, las procesiones, los seres errantes, pero milagrosamente también la primavera, los solsticios, las nubes, los árboles, los bosques, las noches. Una sensibilidad profunda expuesta a los desvaríos de la historia, un alma desnuda acosada por las desgracias que la misma humanidad se impone. De allí la tensión insistente entre individualidad y colectividad, entre intimidad y sosiego. La obra de un visionario que crece pese a su muerte accidental en el hielo, los versos elevados como plegarias de quien vio el mundo como pocos lo hacen. Este milagro en nuestra lengua se debe al esfuerzo delicado, diríase amoroso, de Montserrat Armas.

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