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Iocundum est

A pesar de los muchos años que estudié (es un decir) latín en el bachillerato, no sé latín

A pesar de los muchos años que estudié (es un decir) latín en el bachillerato, no sé latín. Por ello me extrañó contemplar un astroso y viejísimo libro en un saldo en la cuesta Moyano, con este título, que yo traduje como “está alegre” y que parecía haber sido escrito por un tal fray Junípero (nada que ver con el Serra que dicen que evangelizó la costa oeste de los actuales Estados Unidos). Tal vez fue la influencia del Carmina Burana que comenzó a rondar por mi cabeza en aquellos momentos, pero se me metió en la cabeza entender lo que allí había querido decir el tal Junípero y me pasé todo el verano con un diccionario en la mano para aclarar las curiosas frases que había pergeñado el fraile.

Pasaron las segundas vacaciones estivales y aún continuaba liado, y bien liado, con el dichoso manuscrito de fray Junípero. Finalmente me di por derrotado y acudí a los amigos. No a cualquier amigo, sino a los doctos, a los que llevan gafas y son roedores de bibliotecas, porque los amigos de discotecas y jaranas no suelen tener la menor idea de las lenguas muertas e incluso de las vivas. Por fin encontré a J.J. quien se puso a mi total disposición para descifrar los papeles del monje.

No recuerdo exactamente si fue al periodo vacacional siguiente o pasaron dos años pero al fin apareció J.J. con un puñado de papeles, la cara mohína, bastante más delgado que la última vez que nos habíamos visto y con aspecto de querer clavarme un puñal en mi cuerpo. Finalmente se sentó a mi vera, tiró los papeles de mala manera sobre una pequeña mesa de mi escritorio que ya estaba llena de papeles y comenzó a hablar. Como la primera parte de su discurso me atañía directamente e indicaba una serie de malas costumbres que, según él, yo poseía, la voy a pasar por alto y les voy a contar lo que realmente interesa, creo yo, a mis queridos lectores.

“Ese fraile era un cachondo”, inició el parlamento mi amigo J.J. (durante cuánto tiempo continuaría esa amistad ya no lo puedo asegurar).

“El libro es un galimatías de frases sin sentido que intercala, de vez en cuando, con el consabido Iocundum est. Comienza hablando del momento actual de su vida y asegura vivir en la media edad alta, luego sigue con la alta media edad y termina diciendo que es la alta edad media.

Más adelante afirma haber encontrado el elixir de la eterna juventud, pero me temo que se refiere al morapio, pues sí parece seguro que el convento estaba a orillas del Sil, o del Miño, no pude aclarar este punto, aunque sí conseguí confirmar que, en los alrededores, había numerosos y excelentes viñedos.

Alaba, y no para de hacerlo, el citado mejunje que, según él, le procurará una juventud por los siglos de los siglos, todo adornado con numerosos Iocundum est, expresión que no deja de aparecer de a razón de dos por línea escrita. Hay una frase que no te la he traducido porque me parece un tanto erótica y que no viene a cuento, aparte de que en esas líneas los Iocundum son tan abundantes como las consabidas amapolas de los trigales. Y eso es todo.”

Me dejó fastidiado mi amigo J.J. “O sea”, dije, “qué en esas viejas páginas de pergamino ¿no existe la menor constancia de la existencia de un misterio mayúsculo, de un posible apocalipsis futuro, a lo mejor a la vuelta de la esquina, de una confabulación de las mesnadas templarias para acabar con el reinado de los monarcas godos que tanto nos hicieron sufrir en nuestra primera juventud? ¿Me estás diciendo que he invertido dos veranos de mi vida, un sinfín de quebraderos de cabeza, amén de tu inestimable tiempo en un burdo monólogo de un fraile medio borracho que, en efecto, estaba alegre, muy alegre?”

“En efecto, dijo J.J., así es”.

Para Alicia Huerta, de escritor (ja) a escritora.

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