por qué no me callo

Papá, aquella vez en Guatiza

Hay personas con una resistencia numantina a las enfermedades que las hace invulnerables. Mi padre tenía una carga genética heredada de un linaje de gente longeva. Cuando le diagnosticaron párkinson, la doctora comprobó que era duro de ánimo. También le pronosticaron una EPOC irremediable por la huella que había dejado el tabaco en sus pulmones. Más tarde, ya en plena senectud, los médicos le auguraron un alzhéimer en camino a la vista de las pruebas neurológicas. Mucho antes había perdido la visión en un ojo, en un accidente infantil jugando con los hermanos en Guatiza, donde su padre era el cacique. Él siempre decía que tenía mala estrella. Y la tenía. Pero, a cambio, gozaba de una salud de hierro, que le alargó la vida hasta los 92 años, con el solo pero de que no logró rebasar la marca de su padre, Francisco, que murió a los 93. Hicimos un viaje de despedida a su Guatiza natal cuando mi madre, Zaida, en su inocencia, presintió que los primeros achaques iban en serio y nos pidió a mi hermano y a mí que lo lleváramos a su pueblo. Nos recibieron detrás de las ventanas, entre visillos. Mi padre entró en el pueblo como de puntillas y fue recordando las casas de sus viejos amigos y les fuimos tocando en la puerta uno a uno. Nos recibían con asombro y desconfianza. En la casa verde, que hoy es el centro cultural de Guatiza, mi padre tuvo un déjà vu que le dejó traspuesto. Recordó a su madre, a su padre y a sus numerosos hermanos como en una escena cotidiana. Porque aquella había sido su casa. La casa del cacique. Y muy cerca de allí quedó tuerto. Al caer la tarde, una nube de gente fue a despedirnos hasta la entrada del pueblo. Entramos con las ventanas cerradas y salimos con las puertas abiertas. No había ninguna deuda pendiente. Mi padre solo quería ver su tierra natal por última vez. Era un conejero trasterrado que todavía viviría muchos años, pero nunca más iba a volver al lugar donde estaban sus raíces. Viajó por el mundo de joven, con la resignación de no haber sido marino por imposición paterna, su vocación frustrada. Hizo negocios en el cambullón y emigró como buen canario a Venezuela. En la calle de San Sebastián nos trajo al mundo a los cuatro hermanos, fruto de un romance de posguerra con mi madre que les deparó una vida atormentada y con la buena suerte de la salud y la mala pata de unas cuantas desgracias. Siempre caía de pie en todos los sitios. En su último hogar, la residencia Virgen de Begoña, se sentía seguro y confortable. Lo llevé un día a un célebre oculista catalán formado en Estados Unidos para que se operara de su único ojo apto. Y me dijo a la salida, caminando de noche por la Barcelona acogedora de entonces, que prefería hacerlo en Tenerife, sin exquisiteces. Todo salió bien. Todo le salía bien en su vida gris de hombre anónimo y callado. Con esa inercia conoció a la mejor persona que se tropezó en la vida, mi madre, y al mejor amigo, don Manuel García Padrón, el abogado, su último jefe. Mi padre, Carmelo como yo, murió el domingo. Descanse en paz.

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