tribuna

La Red Canaria de Espacios Naturales ‘Desprotegidos’

Por Pedro Luis Pérez de Paz*

La circunstancia de haber nacido en el medio rural, me obligó desde la infancia a mantener una relación íntima con la naturaleza. Lo que para un niño urbanita podría ser una experiencia excepcional, para el que vive en el medio rural se convierte en cotidiano. Quizá por ello, no resulte tan paradójico que el primero descubra antes que el segundo la grandeza y el valor del medio natural. Se anhela y se valora más lo que nos falta que lo que tenemos. Debe ser algo consustancial a la condición humana. También, hay que decirlo, en relación con el tema que nos ocupa, vivir en el medio rural no puede asociarse a “disfrutar la naturaleza”, todo lo contrario, se puede convertir en un factor limitante que restringe las posibilidades y el bienestar de las personas. La imagen bucólica que anida en la mentalidad urbanita alejada de la naturaleza casi nunca responde a la dura realidad que supone para el campesino el día a día cerca de ella. El debate puede ser apasionante, pero vamos por otros derroteros.

Tal vez tuve consciencia de la grandeza de la naturaleza cuando escuché por primera vez a mis padres hablar, en La Palma, de la zozobra que en su día generó el Volcán de San Juan (1949) en Cumbre Vieja y de los peligrosos e insondables abismos de la Caldera de Taburiente. Ambos fenómenos condensan la dialéctica de dos fuerzas telúricas de signo opuesto: erupción volcánica y erosión hidro-eólica (construcción vs. destrucción), responsables de la realidad geomorfológica de nuestros edificios insulares. En esencia, fuego, agua, tierra y aire, los cuatro elementos de la astrología clásica. En la actualidad, tanto la Caldera de Taburiente como la Cumbre Vieja forman parte de la Red Canaria de Espacios Naturales Protegidos, la primera como Parque Nacional (1954) y la segunda como Parque Natural (1994).

A escala global, la preocupación por la conservación de la naturaleza tiene un origen difuso en el tiempo, entre otros motivos porque obedece a razones muy diferentes. En el ámbito relacionado con su protección y gestión, habitualmente se asocia al llamado espíritu de Yellowstone, que culminó en 1872 con la declaración de esta extensa zona norteamericana como primer parque nacional del mundo. Al principio imperaron más los criterios paisajísticos o estéticos que los fines de preservar la biodiversidad y los procesos ecológicos naturales. Fue con ese espíritu, más escénico que biológico, el que incitó a España a declarar los primeros parques nacionales, en los albores del pasado siglo. A esa primera etapa corresponde la declaración, en 1954, de los parques nacionales del Teide y de la Caldera de Taburiente. Muy posteriores son los de Timanfaya (1974) y Garajonay (1981), en los que, además de valores estéticos, se barajaron criterios relacionados con la geodiversidad y biodiversidad del territorio a escala nacional.

En Canarias, aparte de otros intentos más o menos fallidos de la etapa preautonómica, el Parlamento canario aprueba en 1987 la Ley de Espacios Naturales de Canarias (LENAC), con un marcado carácter de ordenación y protección del territorio, que pese a haber sido muy discutida antes y después de su entrada en vigor, su resultado fue muy positivo para los fines que con ella se pretendían: frenar el desarrollismo especulativo y desaforado en un territorio finito y superpoblado. Por imperativo de la ley 4/1989 del Parlamento nacional, el Gobierno canario impulsó un nuevo proyecto de reclasificación y adaptación de los espacios protegidos preexistentes que, tras muchas vicisitudes políticas y técnicas, se concretó en la ley 12/1994 de Espacios Naturales de Canarias, que establece las bases teóricas y define la tipología de la Red Canaria de Espacios Naturales Protegidos, que afecta en torno al 40% de la superficie del Archipiélago.

No pretendemos hacer un análisis exhaustivo de los nuevos cambios legales o nomenclaturales que han debido asumirse para adaptarnos a la normativa superior, nacional o europea, y que territorialmente en el medio terrestre no afectan sustancialmente a lo establecido en la precitada ley canaria. Afrontarlo alargaría el contenido y convertiría este artículo en excesivamente farragoso. Nuestro objetivo fundamental ha sido poner de manifiesto el gran esfuerzo técnico y legislativo llevado a cabo en Canarias para definir y acreditar una red coherente de espacios protegidos como la región merece, catalogada como uno de los “puntos calientes” de biodiversidad del planeta. En ello se han empeñado muchas horas de trabajo, se han gastado cuantiosos recursos públicos y se han matado muchas ilusiones. Demasiadas, como para menospreciarlas u olvidarlas fácilmente.

Sería injusto no reconocer el esfuerzo desempeñado por muchos técnicos y políticos de la Administración canaria, tanto de las consejerías competentes del Gobierno autónomo como de los cabildos insulares. Pero estaríamos ciegos o faltaríamos a la verdad si no denunciáramos con contundencia que el impulso inicial y las expectativas creadas con los Espacios Naturales Protegidos se han ido diluyendo progresivamente en ambas administraciones, hasta el extremo que se ha perdido no ya la sensibilidad, sino hasta el respeto a las leyes vigentes, que sistemáticamente se incumplen.

Los patronatos insulares ni son lo que fueron, ni se reúnen y debaten con la periodicidad y seriedad requeridas. En algunos casos, como en el de la isla de El Hierro, al que pertenezco, y en la que tanto se alardea de su política ambiental, llevamos dos legislaturas (por cierto, de diferente signo político) sin que se haya convocado una sola vez. Como herreño de corazón, me avergüenza el que, frente al debate que está en la calle sobre el proyecto del parque nacional marino del Mar de las Calmas, la Presidencia no haya tenido siquiera la deferencia de convocar y consultar al Patronato sobre su opinión al respecto. Parece como si la política ambiental de toda la Reserva de la Biosfera se ciñese al éxito coyuntural de la publicitada central hidro-eólica Gorona del Viento.

No corren mejor suerte los parques nacionales, que parecen haber caído en desgracia desde que el Estado, por imperativo legal, ha debido transferir las competencias de su gestión a las respectivas comunidades autónomas (ley 5/2007). Un paso ciertamente desafortunado que en buena medida ha desvertebrado la centenaria y acreditada red española de parques nacionales, consolidada por el Instituto para la Conservación de la Naturaleza, el “denostado” Icona. En Canarias, la situación es aún más compleja, ya que las funciones de gestión y conservación de los parques nacionales han sido delegadas a los respectivos cabildos insulares, habiéndose consumado el proceso únicamente con el parque nacional del Teide (Decreto 141/2015), ante la inoperancia más absoluta de la Comisión de Parques Nacionales Canarios, cuyo cometido se ignora, incumpliendo de forma flagrante lo establecido en el Decreto 70/2011 por el que fue creada y en el que se explicitan sus funciones. Al respecto, la irresponsabilidad del Gobierno autónomo es de juzgado de guardia.

Con semejantes antecedentes, pensamos que no somos exagerados ni pecamos de alarmistas irresponsables si declaramos como Desprotegida a la Red Canaria de Espacios Naturales. Con ella, muchos comprometimos nuestro crédito profesional y en ella depositamos la esperanza de gestionar mejor nuestro patrimonio natural. El paisaje y la biodiversidad canaria no merecen tanta desidia. Continuamos sin asumir que nuestro principal recurso económico está íntimamente ligado a la llamada “infraestructura verde” y al uso racional del territorio. Es evidente que se ignora, pese a ello nuestras autoridades más relevantes continúan con descaro hablando de “desarrollo sostenible”. Es lo que hay… y “a peor va la mejoría”.

*Catedrático de Botánica de la Universidad de La Laguna

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