tribuna

Reforma del Código Penal

la lógica debe imperar frente al despropósito y a lo que repugna a la razón

No soy jurista ni lo pretendo, pero reconozco que, en el campo del derecho, igual que en otros territorios de la vida social, la lógica debe imperar frente al despropósito y a lo que repugna a la razón, por muy recomendable que parezca encontrar soluciones a conflictos irreparables por medio de la aplicación adecuada de las normas. En el juicio del procés se ha generado un interesante debate sobre la preponderancia de las leyes que hay que obedecer, estableciendo una jerarquía en función de que se desempeñe el papel de juzgado o de juzgador. En principio esto, que parece obedecer a un sistema garantista, quiebra cuando lo que se intenta equiparar es un futurible con una realidad. La realidad es el orden constitucional, lo futurible es el que surge de una nueva entidad nacional que, de momento, está sometida al primero. Aparentemente, un deseo es suficiente para hacer que una cuestión se ponga encima de la otra y pretenda ejercer la presión de lo que se tenía en mente, pero que nunca llegó a consolidarse. Este es el caso de los acuerdos del Parlament catalán aprobando leyes que emanan de un mandato popular destinado a imponerse al resto de las leyes del Estado. Estamos ante un engañoso dilema entre el huevo y la gallina, que es falso porque la gallina, o mejor dicho el pollo, aún no ha salido del cascarón. Es decir, se aprueban leyes en base a un desiderátum que no ha sido capaz de demoler el estatus normativo al que debe estar sometido y al que pretende sustituir.

Asistimos al debate de la oportunidad de una solución política frente a una judicial en un conflicto que se alimenta de ambas cuestiones. Coincido en que hay que encontrar una salida a un problema social que ha sido generado por una de las partes, o por las dos, que lo mismo da. Se trata de encontrar el exit, la salida, palabra que equivale a la solución y al triunfo ante un problema que parecía irresoluble. Algunos miembros del Tribunal Supremo sugieren la modificación del Código Penal para tratar de encontrar la puerta del laberinto. Se trata de añadir un nuevo apartado (el 472 bis) al artículo 472, encaminado a castigar a la autoridad o funcionario público que, de forma grave o reiterada, desatendiese los requerimientos del Tribunal Constitucional para cualquiera de los fines recogidos en el actual delito de rebelión, con una horquilla de penas entre tres y siete años. La misma reforma se aplicaría en el artículo 544 para el delito de sedición.

La idea es propicia para salir del atolladero, pero no sé si satisface a la parte que ha elegido el martirologio y el exilio como elemento principal de su actuación política. Hay algo que repugna a la lógica, pero cuántos sapos hay que tragarse si el fin que se persigue lo merece. Un vistazo somero sobre esta propuesta, que aún no está sobre la mesa, es que el agravante de desobediencia se convierte en un atenuante. Es decir: una declaración unilateral de independencia es un delito de rebelión según el código, pero sería solo una desobediencia si hubiera sido advertida previamente. No parece muy razonable. Esta reforma puede llevarse a cabo con posterioridad a la sentencia y tendría efectos retroactivos en base al principio de in dubio pro reo. Soy de los que opina que cualquier solución a este conflicto debería ser bienvenida, a pesar de que produzca un cataclismo en el equilibrio de la armazón jurídica de las leyes. Me imagino que los que saben de esto hallarán la forma de encajarla en un ordenamiento constitucional limpio y democrático, pero para ello hace falta retornar a la sensatez. Sin que haya vencedores ni vencidos habrá que enterrar el hacha de guerra y abandonar el catecismo fundamentalista que hace ver engañosamente que los mandatos populares están por encima de las leyes, que la democracia no tiene que ver con el Estado de Derecho, porque si no le estaríamos haciendo un siete a la Constitución. Las reformas deben basarse en el reforzamiento de las normas, en su corrección allí donde muestren una fisura y una debilidad, nunca podrán ser circunstanciales y aplicadas a la carta porque, a la larga, producirán efectos mucho más perniciosos. Lo peor que nos puede ocurrir es que soluciones técnicas, como esta que se apunta, se separen del debate profesional y se conviertan en una nueva artillería para la batalla ideológica. Me temo que va a ser así. Esta es una de las cosas que merecería un gran pacto. Lo malo es que se presenta en plena campaña electoral y eso acabará, a la fuerza, por contaminarla.

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