por qué no me callo

Arde en París lo que somos

El incendio de Notre Dame conmueve y socava las raíces y los cimientos del mundo que conocíamos como nuestro, porque hemos nacido con las paredes de Europa en pie y se nos desmorona su concepción viendo la imagen de la aguja central de la catedral cediendo al calor de las llamas, como si algo determinante se cayera de un modo definitivo dejando en el aire un mal presentimiento. A pocas fechas de que las urnas digan qué clase de Europa nos aguarda, arde París, y esta vez no se trata de la liberación de Europa, como la noveleran Larry Collins y Dominique Lapierre, sino de una tragedia inusitada. Porque si los monumentos, los grandes edificios culturales y los símbolos arquitectónicos hablaran un lenguaje de signos, este del incendio de Notre Dame es un anuncio dantesco de la Europa que se quema en la vasta hoguera de las ideologías y los valores fundacionales que la alzaron tras los años de guerra. Aquí estamos, a las puertas de la cascada electoral de abril y mayo, expectantes y sonrojados por la deliberada putridez de los comicios que se avecinan. Y no olvidamos que de esta saldrán tres parlamentos de una tacada: en España, en Canarias y en Europa. Pero desconocemos qué democracia resultará de estas elecciones, qué líderes regirán nuestros destinos y si los augurios de París nos están previniendo sobre la fragilidad de todo el entramado político conocido hasta ahora. Notre Dame era, y acaso aun es, uno de los mayores símbolos culturales de Europa. Hoy, martes, la imagen es el incendio de Europa. Y con eso queda todo dicho.

Antes de que a las seis de la tarde de este lunes se nos encogiera el corazón con las primeras noticias del drama parisino, estas líneas abordaban cómo nos cambia la vida la Semana Santa. En el caos de un tiempo que se define por la sucesión atropellada de acontecimientos, esta especie de pausa en el torbellino tiene su incidencia en los ritmos circadianos del ciudadano de a pie. O debería de tenerlo, salvo que el eclipse coincida con una o dos campañas electorales, como quien no quiere la cosa, y los ánimos estén exaltados con “mentiras por hora e insultos por minuto”, como decía Pedro Sánchez en Las Palmas . Casado culpó ayer a Zapatero de la crisis de los cayucos, para empezar. En llamando a urnas vale todo, incluido el martirologio y la cacería descarnada del rival. Ni la Semana Santa pone coto a la crucifixión de los mesías. El usuario combina la paz interior con el infierno electoral y, habituado a la visceralidad de las redes sociales, convive con la sensación apocalíptica de la política.
No hay santos en los partidos, que rinden escaso culto a sus progenitores y, en cambio, sucumben al adanismo de querer refundar las siglas y escribir su propia historia. Pero es verdad que esta doble campaña está siendo un vía crucis. A ese 40 por ciento de indecisos le han echado tantas novias, que las encuestas -como ocurriera desde Estados Unidos a Andalucía- hacen aguas de antemano. Los sondeos y trackings son jaculatorias, invocaciones y rogativas para ese 40 por ciento mudo que se ha tomado a rajatabla lo de que el voto es secreto y no suelta prenda a los encuestadores porque no le da la gana. De tal modo, que tanto el 28-A como el 26-M puede salir un gobierno frankenstein o un gobierno alienígena o un gobierno de pigmeos o un gobierno de indocumentados, y he ahí los porqués de este cerote electoral.
Notre Dame es toda una metáfora de que arde Europa en carne viva, y está llamada a regenerarse urgentemente con ayuda detodos los quasimodos de corazón íntegro que estén dispuestos a abrasarse en aras de salvar los ideales que ahora están por los suelos.

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