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Por un extraño sortilegio, o más bien porque me han cambiado el formato del Word, este artículo ya lo escribí. Quería contarles que el miércoles me fui a comer el famoso bistec empanado de El Pole, con un huevo encima y papas fritas bien crujientes. De postre, carne de fiesta. Y de segundo postre, una timba de galletas María que nos preparó Cataysa. Llegué a mi casa y no tuve ánimos para tomarme el azúcar, pero caí en la cama como un saco durante tres largas horas de siesta. Más tarde salí a comprar mi champú Rituals, que no se consigue sino en determinados lugares, y antes había visitado una nave de antigüedades que huele a rancio pero en la que hay cosas muy interesantes, en Santa Úrsula. Cada vez me gusta más lo que no sirve para nada. Fui obsequiado con unos libros por el viceconsejero de Cultura, Aurelio González, y comprobé que la bacteria de Artenara que atacó a Carlos Díaz-Bertrana lo tiene con un sombrero majorero de recolectora de cebollas, porque el médico le ha dicho que no coja sol. Por detrás parece una aparcera y por delante tiene el cachete de Eliseo Izquierdo. Como no tenía ganas de dar puto clavo me refugié, al caer la tarde, en mi casa y volví a dormirme, con baba, en mi sillón favorito, comprado en Ikea en la noche de los tiempos; y juro que ni leí los periódicos, ni atendí los discursos vacíos de los políticos, ni me interesé por si el danzarín va a presidir o no el Senado. Yo no soy de su cuerpo de baile. Tampoco eché un vistazo a la lista de los que han salido hoy del armario, que cada día son legión, ni la de los prójimos que se le han echado encima al pobre Guillermo Díaz Guerra, en un tuit que ni siquiera ha escrito él, sino un subalterno. Así transcurrió el día.

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