tribuna

‘El cant dels ocells’

A principios de los sesenta llegué a Barcelona. Estaba en el Colegio Mayor Sant Jordi, de la calle Maestre Nicolau, la primera transversal de General Goded, que subía al Turó Park desde la plaza de Calvo Sotelo. Hoy esa vía se llama Pau Casals, y la plaza, Francesc Macià. Es normal que así sea. La Memoria Histórica, que en Cataluña se llama Memoria Democrática, obliga a estas cosas. Empezaba el curso en la Escuela de Arquitectura de Pedralbes y no teníamos tiempo de nada, pero había que sacarlo de algún lado para ensayar con el coro del Colegio, que dirigía el maestro Puig, algunos villancicos para la Navidad. El Nadal es una fiesta entrañable en esa tierra y se vive un espíritu de hermandad y solidaridad muy hermoso. Entonces aprendí El cant dels ocells, que hoy todo el mundo atribuye a Pau Casals porque un día hizo una interpretación magistral del tema. La plaza de Cataluña se adornaba con luces y con música, pero yo no tenía en la cabeza más que aquel “canto de los pájaros” y otros cánticos de Navidad, como Ara és nat el diví infantó. “Vinga soneu flaviols musetes”, seguía la letra y a mí me parecía estar descubriendo un mundo celestial y amable, el que me ofrecía aquella ciudad acogiéndome con los brazos abiertos. Siempre escucho con agrado El cant dels ocells, a pesar de que ahora me lo encuentro hasta en la sopa. No hay acto en donde no aparezca el violonchelo para interpretarlo, como si se hubiera convertido en el himno de la nacionalidad catalana.

Hace algo más de un mes estuve en Barcelona, y mi hijo, que vive allí, me llevó al Auditori. En el programa había un concierto para violonchelo, de Schumann, y El pájaro de fuego, de Stravinski. Todo normal. Estábamos en un palco alto, y, junto a nosotros, un personaje con unos auriculares conectados al móvil que no parecía muy interesado por lo que estaba tocando la orquesta. Delante, un chelista francés: Jean Guihen Queyras. Cuando acabó con Schumann (nada del otro mundo) el público seguía en sus asientos insistiendo en la salida del intérprete una y otra vez. Aquí hay gato encerrado, pensé. Por un momento sospeché que aquella fiebre era producto del fervor actual por el chelo, que parece representar a las más puras esencias de la catalanidad. Efectivamente, los músicos habían abandonado el escenario, pero el público seguía partiéndose las manos con sus aplausos frenéticos. Hasta el individuo que estaba a nuestro lado se quitó los auriculares y, puesto en pie, batía las palmas y gritaba: ¡bravo, bravo! “No es para tanto”, me dije. Por fin salieron dos chelos y dos contrabajos, y el francés trajo su instrumento y se sentó echando para atrás los faldones del frac. Allí apareció El cant dels ocells. Se hizo un silencio sepulcral y el espíritu de Pau Casals invadió la inmensa sala. No puedo describir lo que ocurrió después. Solo lo resumo diciendo que el maravilloso Stravinski pasó sin pena ni gloria, y les garantizo que la dirección del titular de la orquesta, un japonés extraordinario, fue magistral.

He visto un acto en Mauthausen, donde la ministra de Justicia, Dolores Delgado, en esa actitud de final de los diálogos inútiles que ahora se estrena, abandonó el lugar cuando la directora general de Memoria Democrática de la Generalitat hizo alusión a los presos políticos, en una especie de equiparación con las víctimas del holocausto. Allí, como no, también había un violonchelo dispuesto a tocar El cant dels ocells. Me vino a la cabeza la calva reluciente de Pau Casals y pensé: “Si don Pablo levantara la cabeza”. ¿Cómo es posible que se presenten a la vez las dos caras del nacionalismo y las dos sean aceptadas con normalidad? Recordé entonces el final de la sesión aciaga de la declaración unilateral de Puigdemont, cuando todos se fueron a cantar Els Segadors a las escaleras del Parlament, y lo comparé con las notas de un villancico extremadamente dulce y pacífico. También estos días se han reunido Pedro Sánchez y Pablo Casado en la Moncloa, y han acordado abrir un diálogo sobre Cataluña. Me alegró la noticia, porque albergo la esperanza de que hay posibilidades, de que a la cerrazón se la vence con la fortaleza de la unión. De momento, la directora general se quedó sola, con los suyos y el violonchelo, en un acto frío de Mauthausen, donde pretendía comparar a Raül Romeva con las víctimas del nazismo. Menos mal que, aunque tarde, algunos se han dado cuenta de la jugada.

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