tribuna

Chiscano, a corazón abierto

Era uno de los canarios más importantes del mundo fuera de su tierra cuando lo conocí. Chiscano no podía ser más afable. En una corta travesía de recreo, me contó en EE.UU. que su vida había transcurrido a galope de las islas en que nació y aquel continente, como si viviera en Canarias y San Antonio de Texas a la vez. De hecho, se ubicaba en una suerte de limbo canamericano que le llevaba a impulsar iniciativas de hermanamiento e intercambio, tratando de aunar la enorme distancia entre las dos orillas, incapaz de exiliarse del todo, de arrancarse la isla, que decía Becket que va siempre a todas partes con el emigrante insular. Alfonso Chiscano, después de miles de operaciones de corazón, era un samaritano que salvaba vidas como si en cada paciente radicara el hecho que nunca dejara de latir el corazón del mundo. Porque era un isleño romántico que ejercía una filantropía muy yanqui y muy canaria, de la posguerra y la civilidad vecinal. Le gustaba el estilo de vida americano, porque él era un ejemplo del perfecto self-made man, el hombre hecho a sí mismo, de familia humilde, que estudió medicina gracias a una beca del Cabildo y se mudó a Detroit con 50 dólares en el bolsillo, para formarse en la élite y acabar en la meca de la cirugía cardiovascular, Houston, donde se coronó como una eminencia de su especialidad en la patria del tío Sam. Lo recuerdo como un mecenas de canarios que tocaban a su puerta en busca de adhesión. Un embajador de las Islas. Tenía el don de buena gente, la bonhomía a flor de piel. Me dijo, “¿sabes?, aquí termino el almuerzo, voy, opero, y tomamos luego el café”. Y lo hizo. Era un genio con un corazón enorme.

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