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Volví a encontrarme hace unos días con París y con Dakar. Esa trama caprichosa nos hace pensar en lo que este mundo instituye

Volví a encontrarme hace unos días con París y con Dakar. Esa trama caprichosa nos hace pensar en lo que este mundo instituye. De manera que visto así, por derechas, el asunto resulta maestro. Eso dices. Y te aprestas a explicar el sentido de la cosa empujado sutilmente por los amigos de Santiago de Compostela. Confirmas un trayecto que va del centro de Europa (y ahí la certidumbre histórica, esto es, París) hasta el infausto sur del planeta. Cabría preguntar, entonces, qué contiene esa ruta de París hasta Dakar. La respuesta es evidente: no solo una larga competición de vehículos a motor, sino también su condición: el norte rico pasea su esplendor por los territorios deprimidos. París en su magnificencia, Barcelona en su estima, Lisboa en el límite y desde allí a lo que los intrépidos llaman aventura. Porque, frente a la solvencia, la desmesura del subdesarrollo conserva el tesoro del vacío. El esfuerzo sobre un espacio arduo es posible, incluso las angustias y todo en pos de la emoción. Cuando Al Qaeda tensó la cuerda (explicas), el París-Dakar se trasladó de lugar, pero siguió llamándose París-Dakar. ¿Por qué y no Buenos Aires-Buenos Aires o Buenos Aires-Santiago? Porque París-Dakar no es solo una denominación; encierra el significado que encierra; es una marca y eso da dinero. Por eso ahora vuelven al desierto de África, a un lugar más acomodado. Cuando los ofendidos parisinos contaron al mundo su disgusto por las amenazas de Al Qaeda no reprobaron solo la inaceptable maniobra terrorista, subrayaron que París-Dakar era una larga columna de caridad. Es decir, no una soberbia manifestación del despilfarro, sino una caravana con medicinas, comida y algunos bienes comunes. Regalos. Tal cosa es lo que le ha entusiasmado siempre a Europa, desde que los griegos llamaron “bárbaros” a los que no hablaban su idioma ni pensaban como ellos: ostentar ante el extraño sus excelencias, imponer su perspectiva sin atender a la grandeza del otro o devastar el esplendor del desconocido. Eso argumentas. Y ellos retocan, claro, pobre. Una vez cumplidas las obligaciones (la tesis doctoral, el congreso o…), te llevan a la puerta de la catedral que da a la suntuosa plaza. Señalan con el brazo la calle: ahí París; al fondo Dakar. Así que caminas y degustas lo exquisito como en ningún otro lugar del mundo. No conduces un todoterreno fastuoso. A pie. Lo que inventaron los parisinos aquí se reduce a lo sublime. ¿Más o menos?, preguntas. Ríen. Así somos los seres humanos de imprevisibles.

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