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Dio gusto agosto

Sabía donde aparcar, no me dieron el coñazo por teléfono, no vino el cobrador del frac, no me llamó mi abogado, qué delicia de mes. Pero todo lo bueno se acaba. Pude aparcar hasta en La Cuesta, donde nadie logra estacionar el coche en ninguna época del año. Fue un mes de auténtica felicidad, con el móvil en silencio y el fijo -como siempre- desconectado, porque ahora llaman los bancos para ofrecerte dinero, sin saber, claro está, que no les puedo pagar porque he pasado tiempo ha a la serena y despreocupada vida del jubileta. Hasta uno de esos bancos me ha dicho que ha realizado un estudio de solvencia del que suscribe y no me lo explico, porque cada vez que alguien lo intenta suena La Marsellesa, el Himno de Riego y la alarma del castillo de Windsor. Son los milagros de agosto, que por desgracia se acaba, porque debería haber más agostos en el año y que diciembre, que es otro mes en el que nadie hace nada, debería llamarse también agosto; y que Santa Claus viniera en bañador, en vez de con ese antiguo y descolorido traje rojo. Yo me he pasado agosto viendo series de Netflix, porque detesto los realities. Para triunfar en un reality en España hay que ser maricón y no me acusen de homofobia porque es verdad. A mí el vasioleta me cae bien, pero han logrado que la retambufa y la televisión sean indisolubles y conmigo no cuenten. Déjenme como estoy. Ya no se puede decir ni siquiera aquello de “maricón el último”, que era el grito colegial más escuchado. Siempre quedaba el último el más gordo, que recibía los correspondientes cogotazos. Pero no existía ni acoso, ni bullying, ni esas cosas tan serias que ocurren hoy, en los tiempos de la mala leche. Nosotros éramos más nobles.

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