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La dolce vita

La última vez que fui a Roma, es decir, el año pasado por este mes, paseamos mi hija María Eugenia y yo por Vía Venetto y estuve buscando infructuosamente la placa que Roma le dedicó a Fellini “por hacer de Vía Venetto el gran teatro del mundo”, o algo así. No la vi, no sé si la quitaron o la buscaba donde no era. Lo cierto es que yo no me he olvidado de Fellini, que llevó al cine una especie de esperpento de santos volando en helicóptero y Anita Ekberg metida hasta casi la barriga en la Fontana de Trevi, desierta y de noche, lo cual es un oxímoron. Porque ni una noche ni un día está desierta la Fontana de Trevi, en la que yo sigo lanzando mis tres monedas, más como una esperanza de supervivencia que porque confíe en los deseos pedidos, que siempre son tres: salud, dinero y dinero; porque dicen que siempre se vuelve a Roma cuando se cumple el rito y porque yo ya abandoné el amor. Esa zona de la ciudad me encanta, aunque esta vez probamos también el Trastévere y la zona aledaña al puente del castillo de Sant Angelo, donde vimos antigüedades y soldaditos de plomo en tiendas muy pequeñas a los lados de las calles empedradas, como en una ciudadela elegante de palacios y de casas también elegantes, sin llegar a ser palacios. No encontré el rastro de la dolce vita que primero Fellini y luego Sorrentino (La gran belleza) han retratado en el cine, uno primero y otro después, con gran maestría. Ni vi al hombre de la maleta que inspira confianza y que por eso tiene las llaves de todos los palacios de Roma. En Roma en verano te mueres de calor (me dio un yeyo hace dos años en San Pedro), pero todo se compensa con los fetuccini del verdadero Alfredo.

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