Se duerme más en agosto pero el calor parece un perturbador de sueños. Mi calle es una caja de resonancia y la ventana abierta y el ruido se convierten en una combinación diabólica. Me dan ganas de prohibir las motos y las patinetas, cuyas ruedas levantan las tapas de las alcantarillas, pero no puedo. No soy autoridad. Agosto, con sus silencios por la ausencia del personal, se convierte en un mes ruidoso por defecto y ya ni siquiera quedándote en casa te sientes de vacaciones; como antañazo, cuando no había mejores vacaciones que quedarse en las ciudades. El ruido estaba en las playas. Todo ha cambiado, hasta agosto, que antes era un mes robado para el descanso y ahora es un mes como otro cualquiera. Ya se está acabando, volverán las cartas de Hacienda, las multas de tráfico, las citaciones del juzgado y la madre que las parió. Menos mal que siempre nos quedará la Navidad, que está a cuatro meses. Yo empecé a odiar la Navidad desde que comencé a no tener dinero para comprarme yo mismo mis propios regalos. Mi consuelo es que le ocurre también a mucha gente. Me empiezo a poner nervioso desde que escucho los anuncios de la vuelta al cole de El Corte Inglés. “Se acabó la fiesta”, me digo, “ahora llega la cruda realidad”. Es El Corte Inglés el que marca los tiempos de nuestras vidas. Y la pensión: cada vez que me llega la pensión se me rompe o la lavadora o la secadora y me saca del presupuesto; no falla. Se va agosto pal carajo, como decía don Ludgardo Cañadas, dando un bastonazo en el piso del Casino de La Laguna o del Ateneo cada vez que llegaba la hora de almorzar, y a mí me coge el momento con estos pelos.